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- Escrito por: Fco. J. Pérez
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LA EXPERIENCIA DE CONOCER A DIOS
José Borrás Atienza.
Maó, Marzo ’10 - Enero ’11.
Prólogo.
Lo que tenéis en vuestras manos son las notas que me han servido de guía para la serie de meditaciones que inicié en nuestra iglesia en marzo de 2010 y que ha continuado hasta enero de 2011. Veréis que, como hago desde hace más de veinte años, no suelo utilizar un simple bosquejo. El uso del mismo hacía que, cuando volvía a revisarlo tiempo después, su contenido tenía poco significado para mí. Por ello a mediados de los años ochenta empecé a usar este formato, que tiene la ventaja de ser comprensible aunque haya pasado el tiempo o si lo lee una persona que no ha estado presente en la predicación. También veréis que hay una serie de palabras en el seno del texto, no en los títulos, que aparecen en negrita. Son las palabras clave que me sirven para no perderme durante la exposición. Las he conservado para resaltar las ideas principales y, he de reconocerlo, para no tener tanto trabajo a la hora de la revisión y recopilación. Evidentemente la exposición pública de las predicaciones es más compleja y extensa que las notas que siguen, pero creo que éstas son fieles a lo que he ido exponiendo durante estos últimos diez meses.
Me gusta predicar en series. Me permite desarrollar con suficiente extensión los temas que me inspira el Espíritu y, también, me permite no sufrir pensando y decidiendo sobre qué predicar cada vez que debo hacerlo. Normalmente, cuando empiezo una serie, no sé cuál será su duración ni los detalles de su contenido. Ello va surgiendo a medida que medito sobre la serie, y una predicación da paso de un modo natural a la siguiente hasta que la serie acaba de una manera espontánea y, para mí, lógica.
Cuando empecé esta serie lo hice con un mensaje evangelístico, un llamado a conocer a Dios. Poco a poco fue fluyendo un manantial de ideas acerca de cómo desarrollar la relación que surge del encuentro que permite ese conocimiento inicial. Así hablamos de la idea de una relación personal con un Dios personal, la cual obliga a que progresivamente profundicemos en el conocimiento de ese Dios. Seguimos con la descripción de la personalidad de Dios, de sus expectativas hacia su relación con nosotros, de su oferta para todo ser humano. Cuando he acabado me he dado cuenta de que he compendiado lo que actualmente me parece la esencia del Evangelio. Si el mensaje que transmite la Iglesia quiere ser relevante para nuestro tiempo y cultura no ha de enfatizar tanto la cosmovisión, ni la doctrina ni la moral que contiene. La gente de hoy no tiene tales inquietudes en su mayoría. Aunque el mensaje de Cristo contenga todo ello y mucho más, su esencia, lo que permanece como oferta central de Dios para todo ser humano, en todo tiempo, lugar y cultura, es que Él desea una relación personal con cada uno de nosotros. Una relación que satisfaga nuestra necesidad de auténticas relaciones interpersonales y que sea la base sobre la que poder construir relaciones humanas más verdaderas y satisfactorias. Esto es válido, relevante y significativo para cualquier persona, sea cual sea su cultura, su nivel social, su procedencia y sus inquietudes.
Veréis que la serie acaba un tanto abruptamente. Parecería como si faltaran dos meditaciones más acerca de la oferta de Dios para limpiar nuestros pensamientos y nuestros corazones. Pero al darme cuenta de que ya eran cuestiones habladas en alguno de los mensajes de la serie, decidí no repetirme. Especialmente en la penúltima meditación, sobre la purificación de la boca, hablé acerca de ello.
Espero que estas notas puedan refrescar en nosotros lo que el Espíritu haya querido mostrar a cada uno a lo largo de la serie. O que sirvan para completar lo que quizá algún día no pudimos escuchar. Y que os sea de tanta bendición como lo ha sido para mí el recibir del Señor esto.
José Borrás Atienza. Menorca, Enero 2011.
LA EXPERIENCIA DE CONOCER A DIOS
Juan 3:16-21
Dios quiere que cada ser humano le conozca.
Dios quiere encontrarse personalmente con cada ser humano y por ello se acerca él a nosotros:
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Se encarnó en Jesús, el Emmanuel “Dios con nosotros”. Así podemos saber con la máxima exactitud, dadas nuestras limitaciones, cómo es Dios, su carácter, su voluntad para nosotros.
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Nos ha hecho llegar su buena voluntad, sus buenas noticias, mediante las Escrituras, el registro que Dios ha querido que llegase a nosotros de lo que él ha hecho y dicho a lo largo de la Historia.
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Sale personalmente al encuentro de cada ser humano en medio de sus circunstancias personales.
Dios se acerca a ti que has crecido en una familia cristiana.
Quien ha crecido oyendo las buenas noticias de Dios para el ser humano goza, por un lado, de una notable ventaja: Dios forma parte de su cosmovisión. El problema puede ser que se “acostumbre” uno a Dios y no sepa valorar el contenido y las bendiciones de estar junto a él. El hijo de una familia cristiana ha de saber que el ser hijo de creyentes no le hace hijo de Dios. Que ha de responder personalmente a la oferta de relación que Dios le hace. Esta respuesta puede ser progresiva y transcurrir de un modo que aparezca como natural al desarrollo como persona.
Este nuevo cristiano no sabrá muy bien cuándo se produjo su decisión, cuándo nació de nuevo, pero habrá iniciado una relación personal con Dios a partir de aquello que ha ido absorbiendo en el seno de su familia y de la iglesia local en la que ha crecido. Tendrá dudas en algún momento acerca de la veracidad de su experiencia, especialmente cuando la compare con la espectacularidad de aquellos que han visto sus vidas transformadas radical y bruscamente al proceder de la lejanía absoluta respecto de Dios, como le ocurrió a Pablo en su conversión en el camino de Damasco. Como me dijo hace más de treinta años nuestro querido pastor Octavio Abril, no es lo mismo pasar de las tinieblas más absolutas a la luz que hacerlo desde la penumbra de la antesala. Querrá, quizá, convertirse una y mil veces por si lo hubiera hecho mal.
Dios es el que ha mostrado el máximo interés en que le conozcamos y mantengamos una relación de por vida con él. No será por él que se pierda este encuentro. Si tú le quieres conocer y se lo has dicho él hace todo de su parte. Espera que él haga. No compares tu experiencia con la de otros. Él no repite su actuar en nadie. Te da una experiencia personal y única. Confía en él también en esto. Él te ofrece el perdón de tus pecados mediante la muerte redentora de su Hijo. Si tú quieres, este perdón es tuyo. Pídele la fe que te falta. La experiencia que él desea que sea la tuya.
Dios se acerca a ti que has vivido ajeno a él hasta ahora.
Si estás aquí escuchando estas palabras es más que probable que Dios esté dirigiendo las circunstancias de tu vida para encontrarse contigo, que has vivido hasta hoy ajeno a él, sin que te importe o no su persona, su voluntad o su amor. Quizá te estés enfrentando a una situación de debilidad y necesidad que te lleva a buscar en él una salida o una ayuda a tu situación. Él te está hablando al corazón a través de su Palabra por el Espíritu Santo.
Quizá eres una persona religiosa que se da cuenta de que su religiosidad no le sirve de nada en esta vida. Así lo mostró Jesús a Nicodemo (Juan 3:1-13) o a Pablo, cuando le derribó de su caballo en el camino hacia Damasco (Hechos 9: 1-19). El cristianismo no es lo que puedes hacer tú para agradar a Dios, sino lo que él ha hecho para que le puedas conocer personalmente e iniciar una relación que ha de durar toda la eternidad.
Tu respuesta a Dios.
Dios nunca te forzará a aceptar algo que tú no quieras. Él espera tu respuesta a su oferta de amor eterno. ¿Qué le responderás? Quizá le hayas rechazado en más de una ocasión. Hay muchas razones para hacerlo.
Hoy está especialmente extendida una postura de rechazo intelectual, sea en forma de agnosticismo (imposibilidad para saber acerca de Dios por la naturaleza de este conocimiento de alguien que estaría, de existir, en un plano inaccesible para nosotros) o ateísmo (para quienes creen poder descartar completamente tal posibilidad). Aunque puede que en ciertos casos esta postura tenga un origen realmente intelectual, muchas veces no ha existido una verdadera consideración racional del asunto y tales posturas se originan en:
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Razones familiares: la ausencia de cualquier referencia a Dios no incrementa la libertad, sino que la limita al ámbito del rechazo sin siquiera considerar la posibilidad del examen objetivo.
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Razones de orgullo: negarse a la posibilidad de un ser superior.
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Razones morales: Juan 3: 19-21. Hay personas que no pueden siquiera considerar la posibilidad de que haya un Dios, o de entrar en una relación personal con él porque son conscientes de que existen desarreglos en sus vidas que deberían corregir y no están dispuestos a ello.
Tu experiencia con Dios.
Si le dices a Dios que sí, deja entonces que él actúe personalizadamente en ti, confía en que en su propósito para tu vida particular está tu felicidad. No compares tu experiencia con la de los demás. Contrástalas con lo que se te dice en las Escrituras, y disfruta de lo que Dios ha preparado para ti.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (I)
DIOS ES UNA PERSONA
Juan 14: 1-14
Introducción.
El cristianismo no es una mera religiosidad, unos ritos o creencias. Es una relación con una persona: Dios.
Nuestro propósito como hijos de Dios no es conocer acerca de él. No es conocer la verdadera doctrina. Tampoco saber cómo debería ser nuestro comportamiento. Somos llamados a conocer a Dios como persona. A vivir junto a él, en su presencia. Disfrutar de su amor, su misericordia y su poder.
Dios quiere encontrarse personalmente con cada ser humano y por ello se acerca él a nosotros:
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Se encarnó en Jesús, el Emmanuel, “Dios con nosotros”. Así podemos saber con la máxima exactitud, dadas nuestras limitaciones, cómo es Dios, su carácter, su voluntad para nosotros.
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Nos ha hecho llegar su buena voluntad, sus buenas noticias, mediante las Escrituras, el registro de todo cuanto Dios ha hecho y dicho a lo largo de la Historia.
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Sale personalmente al encuentro de cada ser humano en medio de sus circunstancias personales.
Dios es una persona, no un contestador automático.
Cada día más, al intentar ponernos en contacto con una empresa, especialmente si es una muy importante, nos enfrentamos a los contestadores automáticos. Son unas máquinas con una voz impersonal que nos va diciendo qué tecla de nuestro teléfono debemos tocar para obtener aquello para lo cual nos hemos puesto en contacto con ellos. La mayoría de nosotros preferiríamos el contacto directo y humano con un trabajador de la empresa que, desde el principio, nos indicara cuál es la solución a nuestro problema.
Hemos de reconocer que, cuando nos acercamos a Dios, muchos de nosotros lo hacemos como quien busca un dispensador automático. Nosotros sabemos lo que queremos obtener y sólo nos queda dar con la tecla adecuada para tenerlo. Por ello acudimos a Dios creyendo que podemos obtener de Él lo que queremos si damos con la tecla adecuada, como si Él fuera un ser impersonal, sin voluntad, sin otra función que no sea satisfacer mágicamente nuestros deseos.
Muchos cristianos sinceros piensan que sus oraciones no son contestadas porque no han acertado con la tecla. Esta tecla puede ser para muchos la fe. Dios no me da lo que quiero porque no tengo la suficiente fe. ¿Acaso la Biblia no dice “todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat. 21:22), o “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (Mr. 9:23)? La premisa sobre la que se basa este razonamiento es que Dios está obligado a darnos todo aquello que nosotros le pidamos, cualquier cosa de que se trate, si lo hacemos acertando la tecla de la fe. Él no puede opinar, ni discrepar, ni hacer lo que no sea concedernos lo que hemos pedido con la suficiente fe. Dios, dispensador automático de nuestras voluntades aderezadas con la fe suficiente.
La segunda tecla que creemos que podemos utilizar los cristianos para obligar a Dios a hacer lo que nosotros pretendemos es la de la negociación. Yo te doy para que tú me des. Esta opción puede ir desde las más burdas promesas de sacrificios en caso de ser concedido el favor hasta las más sofisticadas negociaciones con Dios. Como si Él necesitara cosa alguna de nosotros.
La tercera tecla tiene que ver con el supuesto efecto mágico de ciertas formas de dirigirnos a Dios. Quizá el más conocido o utilizado sea aquella expresión recomendada por el propio Jesús para presentar nuestras peticiones delante del Padre: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará“ (Jn. 16:23). Orar en el nombre de Jesús no es utilizar una fórmula mágica que obliga a Dios a actuar de una determinada manera conforme a nuestra voluntad. El término “nombre” en la cultura judía tiene un sentido más profundo que meramente el de identificar a una persona. El nombre define el carácter, la esencia de lo que esa persona es. Orar en el nombre de Jesús significa hacerlo según su voluntad, lo cual sólo es posible si se tiene un grado suficientemente íntimo de comunión con Él para estar seguro de conocer dicha voluntad. El Padre concede al Hijo lo que éste le pide porque le conoce y sabe su voluntad, pidiendo conforme a ésta. El cristiano obtiene lo que pide en el nombre de Jesús porque le conoce a Él y su voluntad y, de hecho, pide como si fuera el propio Jesús.
La necesidad de tratar con Dios como persona.
Esta última conclusión a la que hemos llegado tiene unas consecuencias profundamente renovadoras para nuestra vida de oración. Para orar conforme a la voluntad de Dios es necesario conocerle íntimamente como persona.
Para intimar con una persona es necesario pasar tiempo con ella y compartir las más variadas experiencias de la vida cotidiana. Es un proceso que dura toda una vida. A medida que vamos conociendo a una persona, más fácil nos debería llegar a ser la convivencia. Conocer sus gustos y sus disgustos, sus filias y sus fobias, su carácter, nos lleva a afinar en nuestra convivencia. Como ocurre en el desarrollo sano de una convivencia matrimonial: la constante adaptación al cada vez más profundo conocimiento del otro. No se puede convivir igual con todo tipo de persona. Así ocurre con Dios. Será necesario irle conociendo para adaptarnos a convivir con Él. A qué le da Él importancia. Cómo va a reaccionar ante nuestras actitudes.
Conclusión.
Tenemos la Palabra de Dios que nos indica cómo es Él, de qué pasta está hecho. Qué es esperable hallar en la vida íntima con Él. De todo esto me gustaría ir hablando en próximas meditaciones.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (II)
DIOS ES AMOR
1ª Juan 4: 7-21
Introducción.
Para triunfar en la convivencia con una persona es necesario conocerla. Sin este conocimiento, la mutua adaptación que se requiere para convivir es imposible. Esto también es válido si consideramos las diversas etapas por las que pasa una convivencia larga y estable como puede ser la de los padres con los hijos o la de un matrimonio. Es necesario adaptarnos continuamente, evolucionar en nuestra convivencia si queremos triunfar en nuestra relación, ya que no somos los mismos a lo largo de toda nuestra vida.
Si para convivir es necesario conocerse y adaptarse el uno al otro, ello es también válido a la hora de pasar nuestra vida en convivencia con Dios. Decíamos en nuestra anterior meditación de esta serie que Dios no es un contestador o un dispensador automático. Es una persona, con todo lo que ello implica para la convivencia. Será necesario renunciar para obtener todos los beneficios de una relación así. Y, sin que se me acuse de irreverente, permitidme que os diga que probablemente Dios es quien más cede en su relación con nosotros.
Hoy quisiera iniciar una serie de meditaciones sobre quién y cómo es Dios. Con este conocimiento sobre él podremos construir una relación estable y duradera, fértil y beneficiosa.
Dios es amor.
En los versículos que hemos leído de 1ª Juan 4 se nos exhorta a amar. Nuestra naturaleza humana es muy compleja y tiene muchas caras. Podemos amar y podemos odiar, incluso a una misma persona en distintas situaciones o etapas de la vida. Podemos admirar o podemos despreciar. Podemos hacer el bien o hacer el mal. Podemos ser excelente ejemplos o malos ejemplos. Y todo ello sin dejar de ser nosotros mismos. Por ello es que el ser humano es imprevisible. Es capaz de lo mejor y de lo peor. No existen en el ámbito humano los buenos y los malos. Eso queda para las películas de propaganda o para niños pequeños. La realidad humana es compleja y variable, rica en matices y plena de contradicciones. En nosotros está el hacer el bien y el hacer el mal. Por eso somos libres y responsables de nuestros actos. No estamos predeterminados inequívocamente a decidir en un sentido o en el otro, a actuar de una manera o de otra. Es por ello que tiene sentido que se nos exhorte a escoger amar antes que odiar o permanecer indiferentes ante otros.
Dios, en cambio, es en cierto sentido más previsible. El es inmutable, único, sin dobleces, sin contradicción en sí mismo. En 1ª Jn 4:8 y 16 se nos dice que Dios es amor. El amor no es un fruto o manifestación ocasional o más o menos estable de Dios como persona. Es su misma esencia o naturaleza. Dios es amor. Por tanto no puede hacer otra cosa que manifestar lo que es, su esencia: amor. Esto también implica que nunca podrá hacer o manifestar algo distinto al amor. Esto sí que estaría fuera del alcance de un Dios omnipotente: dejar de ser y manifestar lo que es. En otras palabras “Él no puede negarse a sí mismo” (2ª Tim 2:13). No hay en Él “mudanza, ni sombra de variación” (Stgo. 1:17). Dios es amor y nunca podrá comportarse hacia nosotros en términos que no sean los del amor.
Qué clase de amor es el que es la esencia de Dios.
Los seres humanos amamos de distintas maneras. No es el mismo el amor hacia los padres que hacia los hijos, que hacia la pareja, que hacia los amigos.
C.S. Lewis distingue en su libro “Los cuatro amores” dos tipos básicos de amor que pueden aplicarse a distintas situaciones y clases de amor. Él distingue entre el amor-necesidad y el amor-ofrenda. El primero es una respuesta a una necesidad que el objeto amado puede suplir. Estoy solo y necesito compañía. Mientras satisfagas mi necesidad de compañía yo te amaré. Se trata de un amor interesado y que suele finalizar en cuanto la necesidad es cubierta o suplida en otro objeto. Sería el ejemplo de aquellos amores a una pareja que se acaban el día que nuestras necesidades afectivas o sexuales están mejor saciadas por otra persona. Era amor, pero un amor condicional y, por tanto, temporal. El amor-ofrenda, en cambio, es un amor que se da a cambio de nada, que no suple necesidad alguna o cuyo objetivo no es primariamente la satisfacción de ninguna necesidad propia. Ese es el amor que la mayoría de padres tienen por sus hijos. Los hijos nos pueden decepcionar, maltratar, despreciar, pero siempre contarán con nuestro amor incondicional. Esta es la clase de amor “ágape” que es la esencia natural de nuestro Dios. Él no nos necesita. Nos ofrece su amor incondicional. El amor de Dios no solamente es incondicional sino que nace y se mantiene en las circunstancias más adversas (4:9; Ro. 5:6-8).
La naturaleza del amor de Dios es una actitud hacia nosotros que busca permanentemente nuestro bien. Por eso podemos decir que Dios es bueno en esencia porque esa esencia es procurar el bien para los objetos de su amor. Nunca olvidemos esto en nuestra relación vital con Dios. No siempre entenderemos que lo que sucede en nuestras vidas sea lo que nosotros hubiéramos elegido. Pero Dios aprovecha las cosas más lejanas en apariencia a lo bueno y agradable para que redunden en nuestro propio bien (Ro. 8:28). Sólo aman a Dios los que han descubierto que Dios les ama porque él es amor. Estos son los que ven cómo todo colabora a su bien, el fin último del amor de Dios, incluso en las circunstancias más adversas. Es cuestión de tiempo que sepamos ver y entender lo que Dios hace o permite en nuestras vidas, y cómo todo ayuda a bien. Dios permite ciertas cosas en nuestras vidas para evitarnos daños mayores, para corregir nuestras debilidades y defectos. A medida que vemos el desenlace de los vericuetos que va tomando nuestra vida, podemos ir corroborando que todo lo ha ordenado Dios para nuestro bien. Y aquello que no sepamos interpretar en este mundo, Dios nos lo revelará en el siguiente.
Conclusión.
El amor-ofrenda es un amor no merecido, que no nace obligado por una cualidad del objeto amado que no puede recibir otra respuesta. De hecho, en nuestra relación con Dios ocurre totalmente lo contrario: Dios nos empieza a amar precisamente cuando éramos sus enemigos y no merecíamos otra cosa que su justo rechazo. Pero esta es la característica del amor-ofrenda de Dios hacia nosotros: siempre se mueve por su gracia, su misericordia y su capacidad de perdón. Dios siempre te ama. No puede dejar de hacerlo. Es su naturaleza. Si te equivocas, seguirá amándote y mostrándote los brazos abiertos de su perdón, su gracia y su misericordia.
Este amor-ofrenda de Dios nos deja anonadados y humillados. Nos gusta pensar y sentir que los demás ejerzan su amor-necesidad hacia nosotros por nuestras cualidades. Pero el amor-ofrenda de Dios nos deja sin refugio para nuestro orgullo. Él nos ama no por nosotros mismos, sino pese a nosotros mismos. Sólo nos queda aceptar humillados este don de Dios y que esta idea de su amor-ofrenda rija siempre nuestra relación con Él.
Dios te ama. Siempre buscará lo mejor para ti, aunque ello implique dolor por la disciplina a que debes ser sometido para llegar a ese bien que él ha ideado para ti (Heb. 12:11).
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (III)
LA GRANDEZA Y EL PODER DE DIOS
Salmo 29
Introducción.
En esta serie de meditaciones que hemos empezado recientemente acerca de la experiencia de vivir con Dios, hemos hablado acerca de la importancia de considerar que dicha relación la establecemos con una persona, no con un objeto al que podemos manipular de una manera o de otra, obligándolo a interactuar con nosotros según nuestros intereses personales.
En segundo lugar estuvimos hablando de la necesidad de conocer el carácter o la personalidad de la persona con quien vamos a establecer una relación sólida y duradera, para poder adaptarnos el uno al otro.
Empezamos el análisis del carácter de Dios viendo que su esencia es el amor, entendido en su sentido más noble, como la búsqueda perpetua del bien del objeto amado. De este amor veíamos cómo:
1) Nace y se mantiene en las circunstancias más adversas;
2) Dios aprovecha las cosas más lejanas en apariencia a lo bueno y agradable para que redunden en nuestro propio bien;
3) Dios siempre te ama. No puede dejar de hacerlo.
4) El amor-ofrenda de Dios es un amor no merecido, que nos deja sin refugio para nuestro orgullo. Él nos ama no por nosotros mismos, sino pese a nosotros mismos. Sólo nos queda aceptar humillados este don de Dios y que esta idea de su amor-ofrenda rija siempre nuestra relación con Él.
La omnipotencia de Dios.
Hoy me gustaría que centráramos nuestra atención en otras de las características de la personalidad de Dios: su poder sin límites y la manera en que Él ejerce esta capacidad.
A Dios se le presenta en la Biblia como Todopoderoso (Gén. 17:1), como aquel que todo lo puede. Este poder sin límites se muestra en su capacidad para:
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Crear desde la nada como inicio de su obra de creación (Gén. 1:1; Sal. 33:9)
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Diseñar y crear la complejidad, belleza y equilibrio de cuanto existe (Gén. 1 y 2)
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Sustentar de modo providencial lo creado a través de las leyes naturales (Sal. 65:9-13; Sal 104)
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Su capacidad para no estar limitado por las leyes naturales por Él establecidas (Sal. 77:14-20).
La libertad de Dios respecto de las leyes naturales.
El poder de Dios no tiene límites, como nos ocurre a nosotros en nuestra interacción con las leyes naturales. Pero es cierto que la manera en que Él ha establecido que las cosas funcionen no es arbitraria ni caótica. De hecho la ciencia nace de la idea cristiana de que la naturaleza tiene un diseño inteligible e inteligente, el cual puede ser descubierto por el intelecto humano. Como principio general podríamos decir que Dios ha escogido gobernar el mundo y sus interacciones de una manera racional y predecible.
No sería bueno que no existieran unos principios sabios y estables que rigieran el universo. Imaginémonos si éste dependiera continuamente de que nosotros fuéramos decidiendo momento a momento qué nos interesa que Dios haga con lo creado. Ha de haber un orden que haga predecible el universo y nuestra interacción con él.
Pero si bien es cierto que Dios ha establecido unas leyes que rigen el funcionamiento del universo, Él no se halla limitado por ellas. Si quiere, puede transgredirlas. Pero esta no es la manera habitual o corriente en que Dios se comporta. Él siempre interactúa con lo creado y con el devenir de los acontecimientos que llamamos historia. Él ejerce un control absoluto de cuanto es y cuanto sucede (Mt. 10: 29-31), pero la mayoría de veces lo hace de una manera silenciosa, discreta, “no maravillosa”, que distinguimos a posteriori, cuando discernimos que ha sucedido lo que era lo mejor para el propósito benefactor y amoroso de Dios hacia nosotros. Jesús mismo estuvo sujeto habitualmente a las leyes naturales.
Por ello, cuando sucede una transgresión por parte de Dios de una de las leyes naturales que Él ha establecido, hablamos de una señal, una maravilla o un milagro. Existe un elemento sorpresivo en estos sucesos porque no son la manera corriente de actuar por parte de Dios, si bien Él puede actuar por encima de las leyes por Él creadas cuando quiere y como quiere.
¿En qué circunstancias Dios actúa por encima de sus leyes naturales? ¿Existe una lógica en la intervención sobrenatural de Dios en la naturaleza y en la historia? Dado que Dios es un Dios razonable y racional, ¿podemos llegar a conocer algún principio por el cual Él decida cuándo intervenir más allá de lo natural?
El primer principio que creo discernir en la Palabra y en mi experiencia personal es el de que sus señales y maravillas forman parte de lo que podríamos llamar el proceso de revelación de Dios al ser humano. Y ello porque las señales o milagros manifiestan la grandeza y poder de la persona de Dios sobre el universo creado, sobre sus adversarios humanos y espirituales. Las señales y milagros forman parte inseparable de la Revelación de Dios al hombre y a la mujer a lo largo de la historia. Dios interactúa con los seres humanos de las distintas épocas y, en esta interacción, a veces ocurren cosas que superan las leyes naturales. Estas señales no sólo muestran el poder y la grandeza de Dios, sino que apoyan la veracidad de lo que se está revelando acerca de ese Dios. Por esto es que en las Escrituras las señales suceden con especial intensidad en períodos de especial intensidad del proceso de revelación: los hechos del Éxodo, los períodos proféticos, la venida de Jesús, los primeros años de la Iglesia apostólica. Con ello no quiero decir que Dios no actúe fuera de estos períodos de especial avance del proceso de revelación. Dios siempre actúa, pero la mayoría de las veces no de manera tan espectacular como en estos períodos especiales. Tampoco digo que Dios, fuera de estos períodos de especial intensidad, no realice milagros ni señales. Digo que su frecuencia probablemente sea menor. Creo que esto es lo que distingo en las Escrituras.
El segundo principio que creo discernir en las Escrituras acerca de las circunstancias que mueven a Dios a intervenir de una manera que no respeta los límites de sus propias leyes naturales es que las señales y los milagros son una manifestación extraordinaria de su amor y su misericordia hacia quienes padecemos las consecuencias del pecado sobre la Creación: sufrimiento, dolor, enfermedad y muerte. Serían pues los milagros y señales una expresión de su voluntad redentora y salvadora sobre todas las consecuencias del pecado en el universo. Con este principio en mano algunos entienden que los cristianos en la era de la gracia y de la redención en Cristo no deberíamos estar sujetos a ninguna de las consecuencias naturales del pecado, como son la enfermedad, la injusticia, el dolor o el sufrimiento. Aunque es una conclusión tentadora, la realidad y lo que las propias Escrituras muestran no es esto. Pensemos en el más sonoro milagro de Jesús: la resurrección de Lázaro. Un caso evidente de triunfo de Jesús sobre la peor consecuencia del pecado, la muerte física. Pero en ningún lugar se nos dice que Lázaro no volviera a morir cuando llegase su hora, por edad o por lo que fuera. No llegó a alcanzar la inmortalidad en esta vida. Nadie, sólo Jesús, lo ha hecho. Por tanto la conclusión de que tenemos el derecho de esperar librarnos de la enfermedad, el dolor o el sufrimiento por los efectos del sacrificio redentor y victorioso de Jesús sobre el pecado, es falsa. En cambio, lo que sí hallamos en la Biblia son razones por las cuales aún hoy estamos sujetos a las consecuencias del pecado sobre nuestras vidas: la disciplina que necesitamos para santificar nuestras vidas, la dependencia respecto de Dios que nos permite experimentar su poder en medido de nuestra debilidad, la búsqueda de proximidad a Él en medio de las circunstancias difíciles de la vida, etc.
Dios siempre actúa movido por el propósito de su amor por nosotros, un amor que no es sino la búsqueda de nuestro bien. Con ese propósito en mente, Dios no se ve limitado por las leyes naturales o por el devenir ciego de la historia, por lo que, cuando Él lo necesita para cumplir ese propósito de amor para cada uno de nosotros, interviene sobrepasándolas si Él lo considera necesario para su fin.
Conclusión.
Nosotros no podemos manejar a Dios a nuestro antojo. Él tiene un propósito de amor benéfico para cada uno de nosotros. Si cuenta con nuestro permiso, con nuestra obediencia confiada en Él, Él llevará a cabo ese propósito con las herramientas que Él crea necesario usar. No se verá limitado por las leyes que rigen el universo. Puede que veamos milagros y señales, pero porque Él crea que son el medio para conseguir su fin último: nuestro bien.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (IV)
LA SANTIDAD Y LA MISERICORDIA DE DIOS
2ª Samuel 11 y 12; Sal. 51
Introducción.
Un rico empresario norteamericano conoció a la hermosa mujer de uno de sus empleados y se enamoró perdidamente de ella. No podía quitársela de la cabeza. Empezó a invitarles a ambos a sus fiestas con lo más selecto de la sociedad. En tales ocasiones aprovechaba para distraer al marido presentándole a altos ejecutivos de la competencia, con quienes le sugería debía explorar posibles nuevos negocios. Él aprovechaba esos momentos para rondar a la mujer de quien se había encaprichado. La agasajaba, la intentaba obnubilar con sus atenciones, con pequeños detalles y regalos varios. El marido, insensato, pensaba que estas atenciones eran en agradecimiento a sus méritos en la empresa, que suponían un reconocimiento a su esfuerzo e importancia en la organización, así como una garantía de su propio progreso futuro en la misma. Un día en que el marido estaba de viaje de negocios, el empresario invitó a cenar a su mujer. Ésta, extrañada e inquieta por la invitación en ausencia del marido, acudió. Lo que sucedió después no lo recuerda muy bien. Cenaron, bebieron abundantemente, y sólo recuerda que amaneció en la cama del rico empresario. Terriblemente avergonzada volvió a su casa, no sin rechazar las presiones del jefe de su marido para seguir viéndose a solas. El acoso continuó durante las siguientes semanas. La respuesta era siempre negativa.
Al mes de los hechos que hemos relatado, el marido engañado fue enviado a una importante cita de negocios en el estado vecino. No estaba lejos, así que se decidió que iría en el coche que la empresa ponía a su disposición, el último modelo de la gama superior de una marca de gran prestigio en el país. Eran las once de la noche cuando su esposa recibió la llamada de la policía del estado vecino. Su marido había muerto en un terrible accidente de tráfico. No se sabía qué había sucedido, pero al parecer había perdido el control del vehículo en una zona de curvas y se había matado él solo, sin chocar con nadie. Días después le llegó la información de que se habían detectado anomalías en el sistema de frenos del sofisticado coche que conducía su marido la noche del accidente. Había indicios de manipulación de dicho sistema, pero nunca llegó a poderse confirmar este extremo. Sólo unos pocos sabían la verdad del asunto. Enrabietado y frustrado por su negativa a iniciar una relación con él, el jefe de su marido había ordenado manipular el coche de su empleado para que sucediese algo parecido a lo que acabó pasando. No llegó a verla nunca más. Ella se encerró durante meses en su casa y, finalmente, abandonó la ciudad para empezar una nueva vida lejos de la tragedia que destrozó su matrimonio y su vida.
Lo que me había olvidado de contaros es que el empresario causante de la desgracia era uno de los líderes más afamados de una de las iglesias locales más reconocidas de la ciudad. Predicador habitual en la misma, era autor de reconocidos éxitos de ventas cristianos a nivel nacional e internacional.
Malvado, adúltero, asesino, hipócrita, indigno de ser considerado hijo de Dios. Todo esto y mucho más viene a nuestra mente en reacción a los hechos que protagonizó nuestro personaje. Excomulgado, apartado de todo cargo eclesial, escondido de los ojos de la comunidad, denunciado ante la justicia, aunque exonerado por falta de pruebas. Todo ello le sucedió. Poco, para lo que fue capaz de hacer, diríamos nosotros.
Esta historia es una invención mía. Mala, supongo. Pero intenta ser una actualización de lo que sí es una historia real: la del rey David y su “affaire” con Betsabé, esposa de uno de sus soldados, a quien, movido por el afán de quedarse con ella, envió a una muerte segura en el campo de batalla. Este hombre es en quien nos inspiramos con muchos de nuestros salmos favoritos. Él es el principal antepasado de nuestro Señor Jesucristo. Y, lo que más me llama desde hace años la atención, un hombre “conforme a su corazón” (1ª Sam. 13:14), el corazón de Dios.
¿Acaso Dios no sabía lo que había en el corazón de su futuro rey David? ¿O qué es lo que mira Dios en el corazón del ser humano? ¿Algo distinto a lo que miramos nosotros? ¿Cómo juzga Dios ese corazón? ¿Según qué criterios? El Salmo 51 es la reacción que David tuvo cuando le fue recriminada su acción contra el marido de Betsabé, contra ella misma y contra Dios.
Salmo 51.
David sabe que ha manchado y estropeado su relación con Dios. Aunque ha mancillado la honra de Betsabé y ha hecho matar a su legítimo marido, lo que más le duele es que todo ello a quien más afecta es a la persona de Dios (v. 4). Él, que es justo y puro, perfectamente bueno y santo, es a quien más ofenden nuestras imperfecciones y maldades. Dios está muy lejos de nosotros por su naturaleza espiritual, su grandeza y su perfección, por su carácter moral, el cual constituye la ley moral del universo. David es consciente de que el pecar, el apartarse de la voluntad perfecta de Dios, forma parte ineludible de la naturaleza humana desde el nacimiento (v. 5).
Pero la primera cualidad de David, lo que Dios veía en su interior como aquello que le hacía un hombre conforme al corazón de Dios, es su capacidad para reconocer su pecado y su necesidad del perdón de Dios (vv. 1-5). Esto es el arrepentimiento.
El arrepentimiento no es un subterfugio para seguir haciendo lo que uno quiere. Sólo es un recurso efectivo para la restauración de la relación con Dios y la paz con Él y con uno mismo si es sincero (v. 6: “tú amas la verdad en lo íntimo”). Si ello es así, Dios proporciona no sólo perdón sino también purificación. Él limpia y olvida que una vez fuimos sucios y malvados (v. 7). Crea un nuevo espíritu en nosotros que hace posible abandonar la vida en el pecado y empezar a vivir en novedad de vida. Y esto quiere decir que Dios entierra nuestro pasado y sólo mira nuestro presente y nuestro futuro renovados. Dios nos capacita para evitar recaer en el pecado que siempre nos acecha (v. 14).
El verse perdonado y aceptado por Dios genera una reacción de querer compartir nuestro perdón y nuestra salvación con otros (v. 13), así como una corriente de alabanza hacia aquel que nos ha perdonado (v. 15).
El arrepentimiento no obvia la justicia de Dios, pero sí desata su infinita misericordia (v. 1). Esta misericordia le costó a Dios la vida de su Hijo, entregada para pagar nuestra deuda con Él.
La segunda cualidad de David que le hizo ser un “hombre conforme al corazón de Dios” es su capacidad para quebrantarse y humillarse ante Dios (v. 17). Dios no quiere otra cosa. No quiere lo que otros dioses exigen a sus adoradores: sacrificios materiales, promesas cumplidas, esfuerzos por mejorar éticamente. Lo único que desea es un espíritu quebrantado y humillado, que reconoce no sólo las caídas, sino la absoluta incapacidad para agradar a Dios, para servirle o serle de utilidad. El espíritu que reconoce la propia incapacidad y sólo descansa en la profundidad de la gracia y la misericordia de su Dios. Un espíritu capaz de llorar por la propia pecaminosidad, la propia debilidad, para así lograr experimentar el poder de Dios, que se fortalece en la debilidad humana (2ª Cor. 12:9-10).
Conclusión.
Dios es santo y justo, cosas que no están en nuestro carácter. Esta diferencia entre nuestro ser y el de Dios provoca una verdadera y total incompatibilidad de caracteres o de personalidades. Pero ésta no le deja a Él incapacitado para mostrar su amor por nosotros.
Él sigue buscando ejercer su amor hacia nosotros y, buscando nuestro bien, encuentra la manera de entrar en relación personal con nosotros: nos ofrece, nunca nos obliga, el cambio de naturaleza que permita el perdón y la reconciliación entre nuestros respectivos seres. Cristo muere en la cruz para que nuestro pecado sea borrado, perdonado y resucita para que podamos nacer a una nueva vida en relación con Dios.
Dios actúa hacia nosotros movido por su amor y mediante su gracia que nos reconcilia con Él aún sin merecerlo.
Esta gracia no se agota en la obra de salvación. Es una característica de Dios que siempre estará presente en toda nuestra relación con Él.
Toda nuestra vida está regida por la gracia de Dios. En su perdón continuo, en su providencia, en su cuidado y protección.
Dios siempre está dispuesto a perdonar nuestros errores e infidelidades. Sólo busca que aceptemos este perdón mediante el arrepentimiento. Esta gracia nos obliga hacia los demás en sus ofensas y debilidades (Mt. 6:12). Como Él nos perdona se nos demanda que perdonemos ante el verdadero arrepentimiento.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (V)
LA FIDELIDAD DE DIOS
2ª Tim. 2:11-13
Introducción.
En esta serie de meditaciones que estamos desarrollando desde hace ya tres meses hemos estado hablando acerca de la relación con Dios que es la esencia de la experiencia cristiana.
El cristianismo no es tanto un sistema religioso como una relación personal con un Dios personal.
Para desarrollar esta relación con éxito es preciso conocer el carácter o la personalidad de aquel con quien vamos a establecer dicha relación.
Respecto de dicho carácter dijimos que su esencia es el amor, entendido como la búsqueda perpetua del bien del amado. Un amor que nace y se mantiene en las circunstancias más adversas, aprovecha las cosas más lejanas en apariencia a lo bueno y agradable para que redunden en nuestro propio bien, es para siempre y es un amor no merecido, que nos deja sin resquicio para nuestro orgullo.
Hablábamos también de la omnipotencia de Dios. Él actúa habitualmente controlando las circunstancias naturales e históricas a través de las leyes por Él creadas, pero no tiene problema alguno en actuar más allá de ellas para llevar a cabo sus benéficos propósitos hacia nosotros.
Acabábamos hablando en nuestra última meditación acerca de la santidad de Dios, que no puede mezclarse con nuestra indignidad, pero también de su infinita misericordia que le lleva a fijarse más en nuestra capacidad para el verdadero arrepentimiento y la humildad y el verdadero quebrantamiento interior.
Dios es fiel.
Hoy quisiera hablaros de una cualidad del carácter de Dios que nos proporciona una base estable para mantener y desarrollar nuestra relación con Él. La Biblia nos presenta a Dios como alguien digno de confianza. Este es el significado de la palabra “fiel” con el que se describe al Señor en el versículo que hemos leído esta mañana (2ª Tim. 2:13). En el original griego “pistós” pertenece a la misma raíz que la palabra “fe”, “pistis”. Nuestra confianza, que es la base sobre la que podemos acercarnos a Dios y mantenernos junto a Él en nuestra relación vital, se deposita sobre alguien que es merecedor de ella.
Solemos hablar de alguien como merecedor de confianza cuando conocemos cómo va a reaccionar en distintas circunstancias. Una persona no es merecedora de nuestra confianza cuando sus respuestas ante las diversas circunstancias de la vida son volubles, caprichosas, impredecibles.
La razón básica de la fidelidad de Dios radica en la imposibilidad de que Él actúe en contra de su propia naturaleza (“Él no puede negarse a sí mismo”, v. 13b).
Nuestra posibilidad de predecir hasta cierto punto cómo va a reaccionar Dios ante diversas circunstancias en nuestra relación con Él no radica en nuestra capacidad de manipular su voluntad y su acción, sino en que, conociendo cómo es Él, podemos estar seguros de que Él se comportará conforme a su carácter: va a ser fiel a sí mismo.
Dios interactúa con nosotros conforme a su carácter.
Decíamos al hablar del amor de Dios, la esencia de su carácter, que Él no podía dejar de amar. No era una opción para Él. Él siempre busca nuestro bien. Sólo nuestra distancia respecto de su voluntad bondadosa puede impedir que los efectos del amor de Dios se muestren en nosotros.
Lo mismo podemos decir respecto de su poder sin límites. Éste permite a Dios llegar a cumplir con sus propósitos sin otro límite que el de su voluntad y de nuestra sumisión a la misma. Si Él quiere algo para nosotros y nosotros estamos dispuestos a asumir su voluntad, no cabe la menor duda de que se llevará a cabo por muchos impedimentos que puedan existir.
Dios no puede dejar de ser justo. Pero tampoco puede dejar de ser misericordioso, de manera que, bajo los principios de nuestro arrepentimiento y quebrantamiento frente a Él, siempre predominará la misericordia frente al juicio (Sant. 2:13).
Dios, pues, siempre interactuará con nosotros conforme a estos cuatro principios básicos; su amor, su poder, su justicia y su misericordia. Dentro de estos parámetros, Dios es digno de nuestra confianza. Fuera de ellos no le hallaremos nunca.
En qué ámbitos es de esperar su fidelidad.
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En la preservación de nuestra salvación hasta el fin (1ª Cor. 1:8-9) (1ª Tes. 5:23-24).
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En establecer los límites a nuestras pruebas y tentaciones (1ª Cor. 10:13).
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En el cumplimiento de sus promesas (2ª Cor. 1:18-20).
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En el perdón de nuestros pecados y nuestra maldad (1ª Jn. 1:9).
Conclusión.
El conocimiento de la fidelidad de Dios es algo que nos viene con la experiencia de convivir con Él.
A medida que comprobamos su fiabilidad nuestra fe crece. Nuestra confianza en Él aumenta a medida que comprobamos que es digno de tal confianza.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (VI)
LA IRA DE DIOS
Ro. 1:18-2:16
Introducción.
Llevamos unos meses meditando sobre el carácter de Dios, con el fin de conocerle de manera que se facilite el desarrollo y crecimiento de nuestra relación personal con Él.
Hemos hablado de un Dios cuya esencia es el amor, capaz de actuar con todo el poder para llevar a cabo sus propósitos bondadosos para nuestras vidas, un Dios cuya santidad le dificulta su relación con nuestra imperfección, pero cuya misericordia le lleva a superar esa dificultad, y cuya fidelidad es garantía de permanencia para dicha relación.
Frente a todas esas cualidades del carácter de Dios, hoy he de confesaros que me cuesta mucho hablar de una faceta de Dios que forma parte de sus sentimientos. He intentado evitar este tema. Quise retrasarlo y busqué otros sentimientos frecuentes en el carácter de nuestro Señor. Pero una y otra vez se me aparecía como el sentimiento divino más ampliamente descrito en las Escrituras el de su ira.
Dificultades con la ira de Dios.
¿Cómo avenir en el mismo ser el perfecto amor y la ira?
Algunos han querido ver una dicotomía entre el Dios-Jehová del AT, airado, guerrero, vengativo, y el Dios-Jesús del NT, lleno de amor, misericordia, perdón y paciencia. Esta es una bienintencionada pero falsa solución a nuestro problema con la ira de Dios. El tema de la ira como reacción divina ante ciertas personas, pueblos, circunstancias, es una constante en la totalidad de las Escrituras, desde Génesis hasta Apocalipsis.
El objeto de la ira de Dios.
Después de darle muchas vueltas al asunto, la conclusión a la que he llegado es que el amor de Dios no sería perfecto si no se manifestara también su ira. ¿Qué clase de amor sería aquel que no se inmutase ante:
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El desprecio del amor sincero, verdadero y paciente ofrecido por el mismo Dios? (1:18-23; 2: 4-5)
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La maldad del ser amado y las consecuencias lesivas que esta maldad conlleva para la vida del amado por Dios? (1:24, 26, 28-31)
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La falta de amor y compasión por aquellos otros a quienes Dios también ama? (1:28-32)
Dios no sería perfecto en su amor si no se airase ante estas cuestiones presentes en el objeto del mismo. La ira de Dios es un sentimiento santo y justo que aparece como consecuencia de su extremado amor por nosotros, cuando le fallamos o le despreciamos. Santo porque es la expresión de la imposibilidad de convivir lo divino con lo sucio y despreciable. Justo porque se deriva de la capacidad exclusiva de Dios de distinguir perfectamente las acciones y sus causas, pudiendo así juzgar con absoluta justicia (2:2)
Los efectos de la ira de Dios.
La ira de Dios es un sentimiento, una reacción emocional, que tiene unas consecuencias:
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Tribulación y angustia: 2:8, 9. El odio y la ira entre seres humanos generan una situación de infierno en la tierra. Dios, apartado por el ser humano de su vida, se retira y deja que reine el pecado y sus consecuencias (1:29, 30)
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Muerte y destrucción: 1:32. Según las Escrituras, el efecto definitivo de la manifestación de la ira de Dios será la muerte eterna, la separación definitiva de Dios y sus bendiciones que conllevarán un tormento eterno (Ap. 20:11-15)
Evitando la ira de Dios.
La ira de Dios es la consecuencia de la presencia del pecado y sus derivados en la vida humana.
Pero la ira de Dios es contenida por Él mismo, tardando en aparecer para que haya una y mil oportunidades para que el objeto de la ira, el ser humano, pueda evitarla mediante el arrepentimiento (2:4). Éste implica reconocer la justicia del juicio de Dios, así como acogerse a su misericordia y amabilidad para nuestro perdón, ganado por su Hijo en la cruz del Calvario.
Conclusión.
Agradecemos al Señor que le importemos lo suficiente para que su ira se despierte ante nuestra infidelidad, la maldad humana y los ataques a sus amados.
Agradecemos también al Señor su paciencia y longanimidad: Sal. 86:15: “Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, “
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (VII).
MATRIMONIO Y ADULTERIO
Santiago 4: 4-5
Introducción.
Siguiendo con nuestra serie de meditaciones acerca de lo que constituye la esencia del mensaje cristiano, la posibilidad de mantener una relación personal con un Dios personal, hemos estado analizando la personalidad de éste. Hemos hablado acerca de su esencia, que es el amor, capaz de actuar con todo el poder para llevar a cabo sus propósitos bondadosos para nuestras vidas, un Dios cuya santidad le dificulta su relación con nuestra imperfección, pero cuya misericordia le lleva a superar esa dificultad, y cuya fidelidad es garantía de permanencia para dicha relación. Un Dios cuya ira debemos ver como expresión de la frustración de sus propósitos amorosos para nosotros, de consecuencias evitables gracias a su misericordia expresada en el Calvario.
A partir de hoy me gustaría analizar qué espera Dios de su relación con nosotros. Qué cosas la facilitan, desarrollan y enriquecen y qué cosas la dificultan, la empobrecen o la arruinan.
La relación con Dios vista como un matrimonio.
Ya desde los primeros libros del AT, la relación del ser humano con Dios es descrita metafóricamente como una relación entre un esposo (Dios) y su esposa (el pueblo de Israel), un matrimonio.
Esta imagen era tan vívida para los judíos que en el NT se sigue utilizando, quizá con aún mayor énfasis (2ª Cor. 11: 2; Ef. 5:25-32; Ap. 19:7; 21:9-11 a).
La ruptura de dicha relación se etiqueta de adulterio o fornicación (Éx. 34:15; Deut.31:16; Os. 9:1).
La relación que el Dios de la Biblia nos ofrece a los seres humanos no es la de un rey y sus súbditos, o la de un amo y sus esclavos, sino la relación íntima que se establece entre el marido y la esposa en el seno de la unión matrimonial.
Así podemos entender por qué Santiago, al iniciar su reprensión a los destinatarios de su carta (una colección de sermones, más bien), se dirige a ellos como “almas adúlteras” (4:4). Han traicionado a su pareja matrimonial, han fallado a las condiciones del pacto que establecieron entre las dos partes.
En este caso la traición ha consistido en establecer una relación incompatible con la relación matrimonial con Dios. Los cristianos a los que se dirige Santiago se han hecho amigos del mundo, lo cual ha encendido los celos de Dios hasta enemistarlos con Él. Esta relación incompatible con la relación con Dios no hace referencia a simplemente la convivencia habitual con las personas que no conocen al Señor, pues, si fuera así, nos “sería necesario salir del mundo” (1ª Cor. 5:9-11), cosa que la Iglesia ha intentado en diferentes épocas y maneras, ignorando que ésta no es la voluntad de Dios para un pueblo que ha de estar en el mundo sin ser del o como el mundo (Jn. 17:14-16).
¿Cómo es la relación con el mundo que se convierte en una amistad que traiciona el vínculo matrimonial con Dios?
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Amar, no lo creado, digno del amor humano como creación de Dios, sino el sistema de valores y acciones que conforman la sociedad humana. Priorizar esos valores y lo material por encima del amor a Dios es traicionar nuestro pacto de matrimonio con Él, entrando así en enemistad (1ª Jn. 2:15)
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Alimentar todo aquello que alimenta nuestra naturaleza carnal o pecaminosa (Ro. 8:6-8).
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Intentar servir a dos señores, dedicándoles a ambos la misma voluntad de servicio y devoción personal (Mt. 6:24). Todo, excepto Dios, ha de estar a nuestro servicio para poder servir con ello a Dios. Nunca nosotros hemos de estar al servicio de las cosas de este mundo, lo cual nos impediría servir a Dios.
El celo con que Dios nos ama.
En el v. 5, Santiago hace una referencia a un texto escritural para nosotros desconocido. No sabemos si se refiere a algún libro hoy perdido y considerado escritural por Santiago o es una referencia genérica a un tema ampliamente documentado en el AT, los celos de Dios hacia su pueblo infiel.
Existen dos traducciones de este versículo. En RV es el Espíritu quien nos anhela celosamente. En NVI es Dios quien anhela celosamente el espíritu que ha hecho morar en nosotros. Ambas traducciones son válidas técnicamente y no se contradicen en el fondo del mensaje que quiere transmitirnos Santiago: Dios nos ama celosamente.
Sus celos tienen que ver con la cualidad de su amor por nosotros, amor que le lleva a dedicarnos una devoción exclusiva que Él también espera recibir de nosotros en justa retribución. Dios no tolera competidores en la devoción de nuestros corazones, ningún otro amor supremo en nuestros corazones. Por ello en las Escrituras se le presenta como un Dios celoso (Éx. 20:5; 34:14; Deut. 32:16, 21).
La gracia de Dios nos capacita para amarle como Él desea.
La tremenda exigencia de Dios en cuanto al amor exclusivo que requiere de nosotros se ve compensada por la oferta de su gracia capacitadora. A mayor exigencia, mayor gracia.
Sólo hay una manera de que esta gracia trabaje en nosotros y nos capacite para mantener nuestra relación con Dios en los términos que Él requiere: hemos de someternos a Dios humildemente, reconociendo nuestra debilidad y necesidad del poder de Dios para suplir nuestra impotencia, nuestra pecaminosidad. Ésta se manifiesta externamente y debe ser limpiada, como las manos (4:8). Pero peor es la que queda oculta en el corazón, secreta a todos, menos a Dios (4:8).
Lo que Dios espera de su relación con nosotros.
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Fidelidad o exclusividad.
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Intimidad o proximidad, que expresamos en alabanza y adoración, expresándole a Dios nuestro agradecimiento, nuestros sentimientos y emociones hacia Él.
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Compañerismo: están muy bien los momentos de pasión en un matrimonio, pero para mantenerlo en salud es imprescindible la amistad o compañerismo. Poder hacer cosas juntos, compartir tiempo de ocio, de trabajo, de servicio. Así ocurre también en nuestra relación con Dios. A veces nos preguntamos si podemos o no hacer algo, ir a un determinado lugar, etc. Si no podemos hablar de ello con Dios, si Él no puede venir con nosotros a ese lugar, si no nos puede acompañar, capacitar o interactuar con nosotros en esa situación, evidentemente no es adecuado para nosotros. Dios ha de venir siempre a todas partes con nosotros, ha de ser el perfecto compañero.
En estas circunstancias de fidelidad, intimidad y compañerismo, nuestro matrimonio con Dios podrá mantenerse, desarrollarse y crecer sano y fuerte, por su gracia y su misericordia.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (VIII)
EL PACTO MATRIMONIAL CON DIOS.
Efesios 5:18-33; Sant. 4:4-10.
Introducción.
He de reconocer que estuve a punto de empezar la lectura de hoy a partir del v. 25. Los vv. 22-24 son difíciles de digerir para la mentalidad contemporánea. Por ellos y por otros en esa línea al apóstol Pablo se le ha acusado de misógino, machista, retrógrado, etc. Pero a medida que releía el texto más me daba cuenta de que en su contexto histórico eran unos versículos revolucionarios, con un mensaje aún hoy contemporáneo, actual.
La sumisión mutua.
Hay dos claves para entender este texto. La primera de ellas es que, aunque la exhortación de Pablo a la sumisión suele ser leída como el papel de la mujer en la relación matrimonial, el apóstol dirige su mandato hacia los cristianos en general (v. 21), desarrollando a posteriori el mandato general en el contexto de las relaciones en el seno de la unidad familiar (esposos, hijos y esclavos). Literariamente, Pablo utiliza el formato de los llamados códigos del hogar, muy utilizados en su época para regular las relaciones en el seno de las familias, esencialmente los derechos (casi siempre del marido y padre) y los deberes (esposas, hijos y esclavos). La segunda clave para entender este texto radica en su contexto inmediatamente anterior. El apóstol ha exhortado a sus lectores a ser llenos del Espíritu, describiendo a continuación las consecuencias visibles de esa plenitud: vv. 19-20. En nuestras versiones siempre hay un título de separación entre el v. 20 y el 21, cosa que evidentemente no existía en el original. Y para acabar de redondear la faena de separar los vv. anteriores de los que siguen, el verbo “someteos” es traducido en imperativo como si fuera una orden, cuando su forma verbal es la misma que la de los vv. 19 y 20, un participio presente, equivalente a nuestro gerundio. RVA así lo tiene en cuenta y traduce “sometiéndoos …” La sumisión mutua es una consecuencia natural más de vivir en la plenitud del Espíritu, como lo es el hablar entre los cristianos con himnos y cánticos espirituales, cantar y alabar al Señor o dar siempre gracias por todo.
Las relaciones en el seno del matrimonio.
A partir del v. 22 Pablo aplica el principio de la mutua sumisión al contexto del hogar.
Lo primero que señala es algo que hoy choca con nuestra cultura igualitaria: que la mujer esté sujeta a su marido, como la Iglesia lo ha de estar a Cristo. Sabemos que tanto en la cultura judía, como la griega o la romana, las contemporáneas de Pablo, tal cosa implicaba la relegación de la mujer a un papel absolutamente secundario, dependiente de la voluntad del marido y recluida al hogar y a la crianza y educación de los hijos. ¿Significaba este texto algo similar en la mente de Pablo? Es difícil que no existiera en su mente la influencia de las culturas que le rodean, pero el hecho de que parta del hecho de que entre los cristianos debe haber una sumisión mutua, probablemente implica que con esa exhortación pretendía transgredir sutilmente el orden moral establecido sin provocar un escándalo que entorpeciera la propagación del evangelio. Algo similar a lo que hace cuando habla de las relaciones entre amos y esclavos (6:5-9; Filemón), cuando no cuestiona abiertamente la esclavitud pero mina sus bases al declarar la igualdad de todos los seres humanos en Cristo, y su consiguiente hermandad. Lo único que nos queda claro en el contexto (v. 33) es que Pablo se refiere al respeto.
A continuación, al referirse al papel de los maridos en el seno del matrimonio es cuando Pablo se explaya. Aquí muestra lo revolucionario y avanzado de su pensamiento. Pablo materializa la sumisión que también los maridos deben a sus mujeres en forma de un amor que sólo Cristo ha plasmado en su plenitud hacia su propia esposa, la Iglesia. Este amor es un amor sacrificial (v. 25). Un amor que no sólo no es egoísta, pensando en lo que los maridos pueden obtener de sus mujeres, sino en lo que pueden hacer por sus esposas. Cristo obtuvo el respeto y reverencia de su Iglesia no con amenazas ni imposición sino por el gran sacrificio que hizo por ella en la Cruz. En segundo lugar es un amor purificador (v. 26). Cristo lavó a su esposa con su propia sangre, lo cual se recuerda en el rito del bautismo. El verdadero amor que se exige a los maridos es aquel que saca lo mejor de sus esposas, no aquel que las anula. En tercer lugar es un amor que cuida (vv. 28 y 29). Un amor que no tiene como primer objetivo el satisfacer las propias necesidades egoístas sino satisfacer las necesidades de la persona amada, en el ámbito físico, emocional y espiritual. En cuarto lugar es un amor inquebrantable (v.31). Por amor el marido debe abandonar a su padre y a su madre y unirse a su mujer de manera que lleguen a ser una nueva e indivisible persona.
Un amor, en definitiva, cuyas características dejan el mandato a la mutua sumisión con una gran responsabilidad para los maridos y a las esposas del s. I con una garantía de igualdad frente a sus maridos (v. 33, como resumen).
El amor de Cristo hacia su Esposa.
Quisiera ahora darle un vuelco a esta meditación y, siguiendo a Pablo, hablar de la relación matrimonial entre Cristo y su Iglesia (v. 32). Dijimos en la última meditación de nuestra serie acerca de la relación entre Dios y el ser humano que la Biblia frecuentemente la presentaba alegóricamente como si de un matrimonio se tratase. Nuestra conclusión era que lo que el Señor esperaba de dicha relación era fidelidad o exclusividad, intimidad o proximidad y compañerismo. Esa era su aportación y lo que él esperaba recibir a cambio.
Hoy hemos visto en el espejo ante el cual nos ha puesto Pablo a la hora de mostrar el ideal del matrimonio cristiano que el amor con que Cristo ama a su esposa lleva a ésta a la santidad (entendida en el sentido de apartamiento o consagración), a la purificación, a la gloria de la perfección. Cristo nos acepta en nuestra iniquidad, en nuestras debilidades y defectos, pero desea transformarnos para que seamos dignos de su estatus. Esto es una parte muy importante de lo que él aporta al matrimonio. Nuestra limpieza por su sangre, que nos hace esencialmente puros, pero también nuestra limpieza diaria por nuestro contacto con él por su Palabra.
Volvamos por un momento a los versículos finales del pasaje de Santiago que meditamos hace unas semanas (Sant. 4:7-10). Hay dos clases de limpieza a la que somos llamados, pero un solo camino para la misma. El camino es el acercarse a Dios. Cada ser humano tiene hoy ese derecho por el sacrificio de Cristo, no como en el Antiguo Pacto, cuando sólo la intercesión de los sacerdotes podía acercar al hombre y a la mujer a Dios. La primera clase de limpieza a la que se refiere Santiago es a la externa, la de las manos, la limpieza de lo que uno hace. Como esposa de Cristo no podemos conformarnos con saber que él nos ha perdonado y tenemos la vida eterna asegurada por su gracia y misericordia. Somos llamados a mostrar lo que somos por esa gracia. A mostrar los efectos de la actuación de Dios en nuestras vidas. La esposa del César no sólo ha de ser pura, sino parecerlo, decían los romanos. La nueva naturaleza que Cristo nos dio, la presencia en nosotros del Espíritu Santo, junto con el efecto recordatorio de nuestra proximidad a él, nos sensibilizan ante la suciedad que adquirimos a diario, moviéndonos a la limpieza de nuestras manos, de nuestras acciones (v. 8 a). Cuando Santiago insta a “los de doble ánimo”, también traducible como “los indecisos”, “los que tienen una doble fidelidad” o “los hipócritas” a purificar los corazones está hablando de la limpieza más profunda, la del corazón, la de las motivaciones (v. 8 b). Purificar es quitar lo impuro para que sólo quede lo puro y valioso de una mezcla. La mezcla a la que hace referencia el apóstol es la de las fidelidades compartidas, la doble vida, la indecisión, la falta de compromiso o consagración. Hay que decidirse por quién ocupa el centro de nuestras vidas, intereses y pasiones. Sólo si nuestros corazones son puros, o están en vías de depuración de toda clase de pecado, será posible llegar a manifestar externamente la obra de Dios.
Esta limpieza sólo está al alcance de:
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Los que se acercan a Dios, pero no ocasionalmente sino que permanecen en íntima proximidad con él (vv. 7 y 8).
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Los que resisten al diablo con la palabra cuando éste les ataca, tal y como hizo Jesús en el desierto (Mt 4:1-11) (v. 7). No confundamos nuestra falta de voluntad para resistir con lo irresistible de la tentación. Dios nos promete su asistencia según la medida de la prueba o tentación (1ª Cor. 10:13).
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Los que reconocen su debilidad y se humillan para que Dios les exalte con su gracia (vv. 6, 9, 10)
Reflexión final.
¿Estamos dispuestos como individuos y como Iglesia a que Cristo nos limpie, nos purifique, nos haga dignos de él?
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (IX)
LA PURIFICACIÓN DE LA BOCA
Sant. 3:1-12. Col. 3:5-11.
Introducción.
La Biblia frecuentemente presenta alegóricamente la relación entre el ser humano y Dios como si de un matrimonio se tratase. Lo que el Señor espera de dicha relación es fidelidad o exclusividad, intimidad o proximidad y compañerismo.
El amor que Cristo ha mostrado por su esposa tiene cuatro características:
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Es un amor sacrificial (Ef. 5:25).
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Es un amor purificador (Ef. 5:26).
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Es un amor que cuida (Ef. 5:28 y 29).
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Es un amor inquebrantable (Ef. 5:31).
Hoy quisiera meditar acerca del proceso que Cristo ha de llevar a cabo en nuestras vidas para hacernos digna esposa suya. Con estas palabras no quiero decir que Él no nos ame tal y como somos. Él lo hace y nos acepta en nuestra debilidad e indignidad. Pero su propósito es llevarnos hasta un estado de pureza que nos haga ser dignos de su grandeza, plenos en nuestra humanidad.
La Palabra de Dios nos muestra cuatro ámbitos en los cuales es precisa nuestra purificación, el despojarnos de nuestra suciedad y nuestros harapos y ser revestidos con vestiduras de santidad:
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El ámbito de nuestras palabras (Is. 6:5).
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El ámbito de nuestras acciones (Sal. 24:4).
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El ámbito de nuestros pensamientos (St. 4:8).
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El ámbito de nuestras motivaciones (St. 4:8).
La purificación en el ámbito de nuestras palabras.
La boca como indicador del corazón.
Muchos piensan que lo importante en la vida no es tanto lo que decimos, sino lo que hacemos. No es del todo falso, puesto que Jesús relató la parábola del hijo que aceptó de palabra el encargo de su padre, aunque finalmente no lo cumplió, afrentándolo en la comparación con aquel que rechazó inicialmente la orden paterna, pero acabó obedeciéndola (Mt. 21:28-32). El énfasis en esta parábola está en realzar la importancia de la acción comprometida frente a la palabra hueca y no traducida en hechos. Lo que aquí quiero meditar con vosotros es la importancia de que el uso del don de la palabra sea consecuente con lo que creemos y lo que decimos practicar. Creo que a ello se refería Jesús cuando dijo que lo que decimos es un buen termómetro de lo que hay en nuestro corazón, es decir, de lo que nos motiva y deseamos (Lc. 6:43-45). Esto me hace sentir incómodo, porque el Maestro muestra una manera clara, ante mí y los que me rodean, de saber lo que hay en lo más oculto de mi corazón. Es como si hiciera patente ante todo el mundo lo que hay en mi interior, desnudándome ante todos. Mis palabras expresan lo que soy, lo que siento, lo que pienso, lo que me motiva. Son como esos escáneres por los que dicen acabaremos teniendo que pasar en los aeropuertos y que revelará a los responsables de seguridad toda nuestra intimidad.
A esto hace referencia Santiago en la lectura que hemos tenido (Stgo. 3: 1-12) cuando afirma que:
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Quien controla su lengua controla todo su ser (3:2): el versículo puede traducirse como “Si alguno no peca, no se equivoca, no tropieza de palabra…”. Lo que decimos es el espejo de nuestra alma. Si no pecáramos de palabra, nuestro ser sería perfecto, seríamos capaces de no pecar en absoluto.
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La lengua muestra nuestra dualidad (3:9-12): El ser humano no es ni perfectamente bueno ni perfectamente malo. En él se manifiestan las contradicciones de la cohabitación de la imagen divina y el pecado. O de la convivencia del Espíritu y la carne en el caso de los cristianos. La lengua es reflejo de tales contradicciones. Con ella bendecimos a Dios, y con ella maldecimos a las personas por él creadas. Esto no debe ser así, pero es la realidad, nuestra triste realidad.
Lo que Dios quiere purificar en nuestras bocas (Col.3:5-11).
En estos pocos versículos Pablo nos hace un listado de ofensas de la lengua que Cristo quiere purificar en nosotros.
Comienza por la blasfemia (3:8), que es una palabra que puede indicar tanto el ofender a Dios mediante el insulto, como ofender de la misma manera al ser humano. La blasfemia es indicativa de un estado de odio hacia el destinatario de los insultos. Quizá por eso empiece el listado de cosas que Pablo quiere que dejemos en nuestro nuevo estado como hijos de Dios con la ira, el enojo, la maldad u odio. Estos sentimientos profundos afloran en forma de blasfemias, tanto da que vayan dirigidas contra Dios que contra una persona.
Stgo. 4:11 nos exhorta a evitar el hablar mal los unos de los otros en forma de murmuraciones, chismes para acabar con la fama del otro, o la difamación. Son modos de usar nuestras palabras para expresar nuestro rencor o nuestra envidia. Generan distanciamiento, hunden el buen nombre del objeto de nuestros dardos, destruyen la unidad del Cuerpo de Cristo en suma.
Pablo sigue su exhortación conminándonos a evitar las obscenidades (3:8) en nuestro lenguaje. Su presencia no es simplemente una cuestión de falta de educación, sino expresión de pasiones que laten en nuestro interior, lo que la Biblia denomina lascivia, concupiscencia o lujuria. Son señal de todo lo que puja en nosotros por salir al exterior a este respecto. Quizá el primer paso en la materialización de estas pasiones.
Acaba Pablo haciendo referencia a la mentira (3:9). La mentira tiene dos motivaciones, casi siempre inconscientes. La primera es la manipulación del otro para servirnos de él a la hora de obtener un beneficio. Supone el menosprecio de la persona afectada, su uso como medio para nuestros fines. La segunda motivación es el protegernos de las consecuencias de nuestros errores. Facilita la irresponsabilidad, la inconsciencia y la inmadurez. La mentira tiene sus consecuencias. En primer lugar, podemos acabar siendo nuestras propias víctimas, al acabar creyéndonos nuestras propias mentiras. En segundo lugar acabamos despertando la desconfianza del engañado cuando somos descubiertos, cosa que suele ser frecuente (Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo, dice el refranero español). Esta desconfianza mina la fluidez de las relaciones, imposibilitando su desarrollo y maduración.
Consecuencias del mal uso de la palabra.
Si decíamos que el origen del mal uso de la palabra por el ser humano radica en el interior más profundo, en la propia naturaleza pecadora, las consecuencias del mismo no son menos estremecedoras. En Stgo. 3:5-6 se nos muestra que la lengua, mal usada, enciende un fuego con grandes y gravísimas consecuencias. Hemos dicho antes que la blasfemia genera distanciamiento, hunde el buen nombre del objeto de nuestros dardos, destruye la unidad del Cuerpo de Cristo. Las obscenidades, a su vez, hacen aflorar nuestras pasiones más bajas, acercándonos a su materialización. Finalmente, la mentira genera desconfianza que, a su vez, mina la fluidez de las relaciones, imposibilitando su desarrollo y maduración.
La propuesta de Cristo. Ef. 4:22-32.
Somos invitados a sustituir la mentira por la verdad, el hurto por el trabajo, la palabra corrompida por la que sea de edificación.
Pongamos nuestra decisión a este respecto delante de él para que nos capacite para el cambio.
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LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON DIOS (X)
LA PURIFICACIÓN DE LAS MANOS
Sant. 1: 19-2:26
Introducción.
La Biblia, lejos de pretender ser un libro entregado por Dios desde el cielo, se nos muestra como el registro de las diferentes intervenciones de Dios en la Historia. En el N.T., las cartas apostólicas, que constituyen el grueso del mismo, son una muestra del interés de Dios por las circunstancias específicas que atravesaban las distintas iglesias locales del siglo I DC.
Si las cartas de Pablo corrigen el afán legalista de los judaizantes enfatizando la libertad de la gracia obtenida mediante la fe, Santiago ha de corregir una desviación opuesta: la de que, creyendo lo correcto (ortodoxia), no importa lo que hagamos. Este extremo pervertía la verdadera doctrina de la gracia.
Durante años católicos “santiaguistas” frente a protestantes “paulistas” han protagonizado una discusión que dura ya cinco siglos. Pero las Escrituras, complejas, con múltiples recovecos, siempre priman el equilibrio en la globalidad de su mensaje.
La argumentación de Santiago.
Si nos vamos al clímax de la disertación de Santiago, nos topamos con una frase emblemática: v. 14. Veamos la traducción que hace NVI. “¿Acaso podrá salvarle esa fe”.
Santiago aquí se refiere a una fe descarnada, meramente intelectual, que no es relevante ni trasciende en la vida práctica de quien la posee (2: 16, 20, 26). Es una clase de fe que también tienen los demonios y les produce pavor, pues les hace ser conscientes de su situación frente a Dios. Es una fe que no salva, que es muerta, estéril, inútil (2: 17, 20, 26).
Las obras, en cambio, pueden ser el mejor reflejo de una fe que es parca en palabras, pero se traduce poderosamente en hechos. Abraham tuvo esa clase de fe que se ve a través de su fruto práctico al obedecer a Dios, y ambas, fe y obras, actuaron conjuntamente en su vida, confirmándose la una a las otras y viceversa (2: 21-23).
La veracidad de la fe, la distinción entre la fe de los demonios y la de quien se salva por ella, será evaluada no por su grado de ortodoxia, sino por sus resultados prácticos:
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Servicio a los débiles: Mt. 25: 31-46; Sant. 1: 27.
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Control de la lengua: Sant.1: 26.
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No discriminación: Sant. 2: 2-4;
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Cumplimiento de la Ley: Sant. 2: 11,
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Cuidado de las necesidades humanas: Sant. 2: 15-16.
La purificación de la Esposa de Cristo: sus manos.
Hemos hablado en nuestra serie de meditaciones sobre la relación personal entre el ser humano y Dios acerca de su voluntad de purificar a su Esposa, la Iglesia. Esta purificación afectaba al ámbito de nuestras palabras (Is. 6:5), al ámbito de nuestras acciones (Sal. 24:4), al ámbito de nuestros pensamientos (St. 4:8) y al ámbito de nuestras motivaciones (St. 4:8). La última meditación de la serie la realizamos en torno a la purificación de nuestras bocas en el uso de la palabra. Decíamos que él quería limpiar nuestro hablar de blasfemias (agresiones verbales contra Dios o los seres humanos), de obscenidades y mentiras, sustituyéndolas por la verdad, y la palabra que edifica.
Hoy Dios nos confronta a través de Santiago con la necesaria purificación de nuestro obrar (Sal 24:4). Hemos visto la necesidad de que nuestra fe se muestre a través de nuestro comportamiento. Es decir, la importancia de ser consecuentes con lo que decimos creer.
Santiago nos muestra el camino de la purificación (1: 22-25). No es ningún secreto para iniciados. Es tan simple como la obediencia a la Palabra de Dios. Ella nos encara con nuestro verdadero ser, como un espejo. Pero si simplemente nos vemos en el espejo, aunque sea para vernos y detectar nuestros fallos, pero el conocimiento de nuestra situación no nos hace cambiar, el espejo no nos sirve de nada. No es suficiente con verse despeinado. Hay que coger el peine o el cepillo y corregir lo que está mal. Abraham fue justificado por su fe porque era una clase de fe que le llevaba a la obediencia. Él llevó a Isaac hacia el lugar del sacrificio, levantó su cuchillo sobre él y lo estaba bajando para degollar a su hijo, al hijo de la promesa de Dios, cuando su fe demostrada por sus obras hizo que Dios interviniese poderosamente en su vida y le detuvo. Ya había demostrado qué clase de fe era la suya. Una fe que se traducía en obediencia. Y esa voluntad de obedecer, esa decisión de obedecer, le llevaron a que Dios le capacitara para aquello que quería que realizara con su vida. Muchas veces esperamos a obedecer a Dios a sentirnos capacitados para hacerlo. Dios nos propone invertir los términos. Obedece por tu fe y yo te capacitaré para que puedas hacerlo. Esta es la enseñanza de la Biblia, y es mi experiencia en los caminos del Señor. Echa a andar y yo te guiaré, te daré las fuerzas que vayas necesitando a cada momento y en toda situación. No esperes a tenerlas, sino más bien echa a andar en obediencia y yo te las proporcionaré.
La base de las obras es la fe verdadera que nos capacita para obrar conforme al principio ético básico del cristianismo: 2: 8. Es la gracia que se mueve por la fe la que capacita al ser humano para obrar conforme a la voluntad de Dios. La fe capacita para obrar según Dios y el obrar según Dios demuestra la veracidad de nuestra fe. Decíamos en una de las primeras meditaciones de esta serie que la naturaleza de Dios es el amor. Quien quiera obrar según su voluntad habrá de hacerlo según el principio del amor, aquel que busca el bien del otro.
Conclusión.
No nos conformemos con la imagen que el espejo de la Palabra de Dios nos devuelve de nosotros mismos. Tampoco nos desanimemos. Él va capacitándonos paso a paso hacia la imagen de su Hijo Jesucristo, nuestro modelo y nuestra meta. Así seremos verdaderos discípulos, nuestro llamado común.
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Índice.
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Prólogo. Págs. 1-3.
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La experiencia de conocer a Dios. Juan 3:16-21. Págs. 4-7.
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La experiencia de vivir con Dios: Dios es una persona. Juan 14: 1-14. Págs. 8-11.
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Dios es amor. 1ª Juan 4: 7-21. Págs. 12-16.
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La grandeza y el poder de Dios. Salmo 29. Págs. 17-22.
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La santidad y la misericordia de Dios. 2ª Samuel 11 y 12; Sal. 51. Págs. 23-28.
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La fidelidad de Dios. 2ª Tim. 2:11-13. Págs. 29-32.
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La ira de Dios. Ro. 1:18-2:16. Págs. 33-35.
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Matrimonio y adulterio. Santiago 4: 4-5. Págs. 36-40.
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El pacto matrimonial con Dios. Efesios 5:18-33; Sant. 4:4-10. Págs. 41-46.
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La purificación de la boca. Sant. 3:1-12. Col. 3:5-11. Págs. 47-51.
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La purificación de las manos. Sant. 1: 19-2:26. Págs. 52-55.
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Índice. Pág. 56.
- Detalles
- Escrito por: Fco. J. Pérez
- Categoría: MINISTERIOS
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (I)
Mateo 28: 16-20
Maó 13.07.08; 19 h.
La crisis de la Iglesia occidental.
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Templos reconvertidos en centros culturales, sociales, de consumo, para uso comercial en general.
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Templos semivacíos.
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Asistentes con edades medias avanzadas.
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Seminarios con escaso alumnado: crisis de vocaciones.
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Conclusión: parece que estamos ante una Iglesia que ya no es relevante ni atractiva para la sociedad actual.
El análisis que la Iglesia hace de su situación.
La razón de la irrelevancia de la Iglesia en el mundo actual radica en las características actuales del mismo:
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Materialismo.
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Hedonismo.
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Consumismo.
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Individualismo.
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Relativismo postmoderno.
Dónde queda la responsabilidad propia de esta situación de irrelevancia.
El rector de la Universidad de Harvard explica la historia de una pequeña encuesta informal entre sus profesores, que describieron la figura de Jesús como la de alguien sabio, compasivo, generoso, lleno de gracia, liberador y perdonador. Poco después les pidió que dieran su opinión de la iglesia: juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente. “Tienen ustedes un problema, un gran problema”, le dijo a un líder cristiano.
Hacia un análisis más equilibrado del mundo contemporáneo.
Aún siendo cierto todo cuanto se ha dicho antes acerca del mundo en que vivimos, y que nos afecta también a nosotros los cristianos como integrantes de la cultura actual, no deja de ser una visión incompleta del ser humano contemporáneo.
Una visión equilibrada debería contemplar también la presencia de:
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Afán de solidaridad.
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Sed de justicia.
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Sed de amor verdadero.
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Sed de relaciones humanas auténticas.
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Necesidad de sentido de pertenencia.
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Necesidad de identidad.
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Anhelo de trascendencia: nuevas religiosidades.
Todo ello no deja de ser un reflejo de la persistencia de la imagen de Dios en un mundo caído.
La necesidad de un encuentro entre la Iglesia y el mundo actual.
Dadas las necesidades y anhelos del ser humano contemporáneo, no tan distintos de los de todas las épocas, y dado que la Iglesia es o debería ser portadora de la oferta de Dios a las necesidades humanas, se hace imprescindible un encuentro entre el uno y la otra.
Es preciso que la Iglesia sea también consciente de la necesidad de encontrarse con el mundo para cumplir el propósito de Dios para ella (Mt. 28: 18-20).
Condiciones para que este encuentro se produzca.
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Cambiar nuestro temor a contaminarnos con el mundo por amor e interés por el mismo.
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Cambiar la imagen que se tiene en el mundo de la Iglesia, asemejándonos más a la que se tiene de Jesús.
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Mostrar en cada congregación local de una manera práctica y vívida que Dios satisface de una manera efectiva las necesidades más profundas del ser humano, antes citadas (solidaridad, justicia, amor, relaciones humanas auténticas, sentido de pertenencia, identidad y trascendencia).
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Orientar nuestra vida eclesial hacia el hallazgo de nuestra razón de ser en el mundo en medio del cual Dios nos ha puesto, en el tiempo y en el espacio.
Conclusión.
Es imprescindible el encuentro entre la Iglesia de Cristo y el mundo.
Como Iglesia habremos de cambiar algunas cosas, manteniendo clara nuestra identidad y objetivos, no confundiéndolos con los de cualquier entidad benéfica, social o cultural.
Abandonar nuestro aislamiento no significa renunciar a nuestros valores e identidad, sino exponerlos a la luz pública, y no principalmente de palabra, para su consideración por el mundo.
Nuestro objetivo siempre será llegar a hacer discípulos del Maestro, nuevos hombres y mujeres que quieran ser cambiados, guiados y ayudados por Cristo.
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (II)
Juan 7:53-8:11; Ro. 5:6-8.
Maó 27.07.08; 19 h.
Introducción.
Decíamos en nuestra última meditación que existía un abismo entre el concepto que la gente tenía de Jesús (alguien sabio, compasivo, generoso, lleno de gracia, liberador y perdonador) con el concepto que se tiene de la iglesia (juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente).
Decíamos también que se hacía imprescindible un encuentro entre la iglesia y el mundo que permitiera que éste viera en aquélla la portadora de la oferta de Dios a las necesidades humanas (solidaridad, justicia, amor, relaciones humanas auténticas, sentido de pertenencia, identidad y trascendencia).
La clave del asunto radicará en que la iglesia muestre de una manera práctica y vívida que la oferta de Dios para el ser humano contemporáneo es verdadera, es efectiva y es actual. La iglesia ha de encarnar a Dios, ser su imagen, su testimonio vivo.
Qué imagen tenemos de Dios.
“Si el concepto de Dios que tiene un hombre es erróneo, cuanto más comprometido esté con el mismo, más daño hará”. W. Temple. Arzob. Canterbury.
Lo que creemos acerca de Dios determina nuestra visión de la iglesia, y eso, a la vez, determina cómo vivimos su misión.
Nuestro comportamiento, tanto personal como comunitario, es simplemente un reflejo de nuestras creencias.
¿En qué Dios creemos? ¿En un Dios censor, juez implacable, castigador vengativo? ¿O más bien en un Dios que se nos ha mostrado como misericordioso, amoroso, acogedor? ¿Creemos en el Dios que entrega a su Hijo por nosotros cuando aún éramos pecadores (…)? ¿Somos capaces de acoger sin juzgar ni condenar? ¿Somos capaces de amar al que no ha hecho méritos para ello? ¿O sólo podemos acoger y amar a quien ha dado muestras de arrepentimiento, de contrición y demanda de perdón? Este no es el amor de Dios por nosotros. No es un amor incondicional.
La iglesia refleja al Dios en que cree y a quien conoce. ¿Qué imagen de Él ofrecemos al mundo contemporáneo?
El evangelio del palo.
Algunos cristianos están empeñados en ser “voz profética” mediante todo tipo de diatribas contra algunas de las costumbres morales de nuestro tiempo: la homosexualidad, el divorcio, el aborto, la promiscuidad sexual, etc. La manera en que suele materializarse esa supuesta voz profética tiene generalmente dos efectos:
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Alejar para siempre a los interpelados del evangelio transformador de Jesús. El mensaje captado es que no son suficientemente buenos para ser aceptados por Dios. El mensaje verdaderamente cristiano es justo el contrario: Dios nos acepta tal y como somos. Nuestro contacto con Él será transformador. La iglesia debe dejar al E.S. su papel de convencimiento de pecado.
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Volverse en contra de sus voceros cuando éstos no responden a los raseros por ellos mismos establecidos.
Claramente hay algo en nuestros días en la manera en que muchas iglesias presentan el evangelio que hace que la gente lo rechace. No ven de qué modo nuestro evangelio es merecedor de la etiqueta de “buenas nuevas”. Han visto lo que la iglesia tiene que ofrecer y, francamente, no están interesados. Demasiado a menudo las personas que no pertenecen a la iglesia y desean ver su mundo girado de arriba abajo resultan ofendidas por algo equivocado: las pobres maneras, la rudeza y el legalismo de los cristianos celosos. El evangelio del gran palo no es evangelio en absoluto. Es hora de que nuestras iglesias abracen un evangelio cuya nota más agradable sea el amor.
El evangelio de la encarnación.
El gran mensaje de la Biblia es el del amor de Dios por nosotros. La tarea de la iglesia es ser la irrefutable demostración y la prueba del hecho de que Dios es amor. Es decir, su encarnación.
No somos cambiados por la exhortación moral, sino más bien al ser confrontados a una realidad diferente y mejor.
El mejor punto de partida siempre es afirmar antes que condenar.
La naturaleza de Dios se revela a través de sus obras. Si la iglesia es parte de la obra de Dios, entonces su responsabilidad primaria es anunciar esa verdad.
Pero esa encarnación no sólo se reduce a la plasmación del amor de Dios hecho realidad en el seno de una comunidad cambiada por el mismo. Es preciso llevar esa realidad al mundo, a su mismo interior, para que pueda ver en directo la oferta de Dios para el hombre de hoy, encarnada en sus hijos, puesta a prueba en medio de la realidad cotidiana. Como Jesús se hizo hombre entre los hombres para convivir con nosotros y experimentar nuestros mismos problemas y necesidades, así la iglesia deberá abandonar su aislamiento, su particular cielo, para acompañar al mundo en su destino y así poderle ofrecer la vida con Dios.
Conclusión.
Si queremos ser reflejo de Jesucristo en medio de nuestra sociedad debemos ser capaces de acoger con amor a todo aquel que se cruce en nuestro camino. No podemos exigir a la gente que reúna unos requisitos morales mínimos para merecer nuestra atención y nuestra compañía.
Es imprescindible que nuestro camino tenga algún punto de contacto con el camino de nuestros contemporáneos. De lo contrario podemos estar toda la vida en caminos paralelos, sin posibilidad de encuentro alguna. De esta manera no cumpliremos con el modelo “encarnacional” de Cristo.
LA IGLESIA Y EL MUNDO (III)
Juan 1:1-18
Maó 21.09.08; 11 h.
Introducción.
Primer mensaje:
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Existe un abismo entre el concepto que la gente tenía de Jesús (alguien sabio, compasivo, generoso, lleno de gracia, liberador y perdonador) con el concepto que se tiene de la iglesia (juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente).
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Se hace imprescindible un encuentro entre la iglesia y el mundo que permita que éste vea en aquélla la portadora de la oferta de Dios a las necesidades humanas (solidaridad, justicia, amor, relaciones humanas auténticas, sentido de pertenencia, identidad y trascendencia).
Segundo mensaje:
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Claramente hay algo en nuestros días en la manera en que muchas iglesias presentan el evangelio que hace que la gente lo rechace. No ven de qué modo nuestro evangelio es merecedor de la etiqueta de “buenas nuevas”. Han visto lo que la iglesia tiene que ofrecer y, francamente, no están interesados.
-
La iglesia refleja al Dios en que cree y a quien conoce. ¿Qué imagen de Él ofrecemos al mundo contemporáneo? El gran mensaje de la Biblia es el del amor de Dios por nosotros. La tarea de la iglesia es ser la irrefutable demostración y la prueba del hecho de que Dios es amor. Es decir, su encarnación.
-
Es imprescindible que nuestro camino tenga algún punto de contacto con el camino de nuestros contemporáneos. De lo contrario podemos estar toda la vida en caminos paralelos, sin posibilidad de encuentro alguna. De esta manera no cumpliremos con el modelo “encarnacional” de Cristo.
El modelo encarnacional de Dios.
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Él viene a nosotros, no espera que seamos nosotros quienes tomemos la iniciativa (Jn. 1: 9, 11, 14)
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Habla nuestro lenguaje, vive nuestra cultura siempre cambiante.
El concepto de revelación progresiva no sólo implica que Dios va desvelando poco a poco su persona, sino también que lo va haciendo adaptándose a los conceptos culturales de cada época y lugar. Este concepto lo vemos claramente en la aproximación de las Escrituras a temas como el papel de la mujer en la comunidad de fe, la esclavitud, las normas de vestir, el corte del pelo, etc.
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Padece nuestras dificultades y sufre nuestras mismas necesidades (Heb. 2:17a; 4:15).
La Iglesia Primitiva, en su afán por sistematizar la fe naciente, hubo de dirimir una importante batalla acerca de la naturaleza de la persona de Jesús. Ellos encontraron en las Escrituras apostólicas (1ª Jn. 2:22; 4:2-3) la base para afirmar en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano acerca del Señor Jesús: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho”. Y también: “Que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre.” Su naturaleza divina garantiza su poder para salvar, pero su naturaleza humana garantiza que pueda acceder al ser humano para, en plena comprensión de su situación, sus circunstancias y dificultades, ofrecerle la salvación mediante su obra en la cruz, así como que el ser humano pueda sentirse comprendido, aceptado y arropado por quien pasó por lo mismo que él.
Jesús no vino en apariencia de humanidad, como afirmaban algunos herejes de la antigüedad. La Iglesia tampoco puede ofrecer a los hombres y mujeres de nuestro mundo, por falsa, la imagen de que en Cristo permanecerán ajenos al sufrimiento general de la humanidad caída. Él no ofrece una Teología de la Prosperidad, de la que Él tampoco gozó, sino una oportunidad de vencer todo dolor y necesidad mediante su gracia sanadora y redentora hasta el día en que sí, libres de las obligaciones con nuestro mundo, seremos librados de toda limitación. No podemos aparecer como aquellos magnates que se aíslan de su sociedad y se protegen de ella, sino como aquellos que convivimos en medio suyo de su pobreza y necesidad.
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Conoce nuestras preguntas antes de ofrecernos su respuesta. Jesús no ofrece un discurso estereotipado a cada una de las personas con las que se encuentra. Parte de la realidad y la necesidad de cada cual para llevarle a encontrarse con Dios.
Una iglesia encarnada.
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La encarnación de la iglesia es una obligación, no una opción. Jesús, en su Sermón de la Montaña, nos llama a ser sal y luz del mundo. Sal que preserva de la corrupción y da sabor; sal que se disuelve en los alimentos, mejorándolos en sus propiedades; sal que pierde su sentido si no se disuelve. Luz que muestra el camino, que evita el perderse hacia el destino. Luz que ha de ponerse en un lugar visible si quiere ser útil, y que no sirve para nada si está escondida entre las paredes de un templo o similar. (Mt. 5:13-16).
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La encarnación es incompatible con la segregación. Toda sociedad es en sí misma excluyente casi por definición. Cada una segrega en función de determinados criterios (de género, de nivel social o económico, ideológicos, de edad, de identidad, de lengua, etc.) La iglesia no puede ser como cualquier otra sociedad. Su misión es acoger a todo ser humano, incluso aquellos que más lejos de su ideal puedan estar (en lo moral, por ejemplo), con el fin de confrontarlo con Dios. No podemos rechazar a nadie hasta que llegue a unos mínimos exigibles en cualquier ámbito, que le hagan digno de nuestra compañía.
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La encarnación significa estar presente en todos los ámbitos sociales. Hemos de ser capaces de mostrar la vida de Dios en todo lugar, en todos los ámbitos de la sociedad, como individuos y como comunidad. Dios ha querido que estemos representados en muchos campos profesionales, sociales, políticos, etc. Más que hablar, cosa no siempre indicada, un testimonio coherente y firme en la conducta vale más que mil sermones que puede que no sirvan para otra cosa que para la burla. Hemos de optar a ser referentes morales y espirituales para cuando surja la verdadera ocasión. Hemos de optar a que nuestras comunidades opten a ser un referente para nuestra ciudad, pueblo, barrio, etc.
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La encarnación supone convivencia. Convivir, vivir con. Esto es lo que necesita la gente de nuestros tiempos de la iglesia de Jesucristo.
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Vernos pasar las mismas dificultades, los mismos dolores y las mismas necesidades, aunque plasmando en la práctica la vida de Dios que decimos poseer.
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Huir de las respuestas prefabricadas, de la lista de versículos aprendidos de memoria, de las soluciones rápidas y en cadena.
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Mostrarnos como compañeros de viaje, que luchan en la misma guerra, aunque dispongamos de unas armas que ofrecer a quien no dispone de ellas. No debemos mostrarnos como quien ya lo sabe todo, lo puede todo, está de vuelta de todo. Jesús lloró ante la muerte de Lázaro (Jn. 11:35), tembló de miedo en Getsemaní (Mt 26:37-38). Pablo asimismo se ve en Fil. 3:12-14. Lloramos con el que llora, reímos con el que ríe.
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La encarnación supone visualizar los efectos de la vida de Dios en nosotros. Es cierto que luchamos la misma batalla que el mundo. Es cierto que compartimos las mismas dificultades, debilidades y necesidades. Pero nuestro papel es mostrar en la vida práctica el efecto beneficioso del amor de Dios en la vida humana. Las iglesias no están formadas por personajes de Walt Disney, sino por personas humanas, con sus defectos y virtudes. Pero no debemos olvidar que ha de haber algo distinto en la manera en que confrontamos y vencemos las dificultades de la vida, y que esta manera triunfante de vivir en Cristo es la que ofrecemos al mundo. No una mera serie de doctrinas huecas. Cristo quiere trabajar en nuestras vidas mediante el gran poder de su gracia restauradora, pero hemos de estar dispuestos a dejarnos trabajar. Disponemos de esta poderosísima arma en nuestra lucha en la vida: la gracia y el poder del Señor, que transforma personas, parejas, familias, iglesias, y puede llegar a transformar la sociedad. Esto es lo que hemos de mostrar y demostrar al mundo caído: que Cristo sí puede. Y que lo hace aún hoy en nosotros.
LA IGLESIA Y EL MUNDO (IV)
Juan 14:1-14; Fil. 3:12-16
Maó 26.10.08; 11 h.
Introducción.
Hasta hace un par de décadas, la gente aprovechaba los domingos para ponerse sus mejores ropas y pasear por las ciudades y pueblos. Los cristianos evangélicos no eran una excepción. Llegado el domingo se ponían sus mejores galas (de hecho, la única muda de ropa nueva que solían tener) para ir a la iglesia. Lo mejor para presentarse delante del Señor, era habitual oír. Y así, por debajo de las mangas del traje y la camisa, sobresalían manos que aún guardaban restos de cemento y cal de la obra, o de grasa del taller. O esas manos coloradas de tanto fregar y usar productos de limpieza, en las señoras. Lo mejor de esos domingos era, sin embargo, llegar a casa y poder librar los pies de esos zapatos que apretaban por todos lados y los cuellos de esas camisas con corbata a las que no estaba uno acostumbrado. Eso que llamábamos la ropa de los domingos, el “anar endiumenjat” de nuestra lengua.
Hoy en día no somos tan cuadriculados. De hecho, la mayoría de nosotros tenemos oficios que no nos obligan a ensuciarnos, y podemos intercambiar la ropa de los días laborables con la de los domingos. Pero no por eso hemos abandonado el concepto, si bien difiere el contenido de nuestro “traje de los domingos”. Tiene que ver con nuestra apariencia, pero no con nuestra ropa. Pero sigue siendo un disfraz que oculta quienes somos en realidad. El primer elemento de este nuevo traje dominical es una buena sonrisa. Nunca la olvides. Si te la dejas en casa alguien puede pensar que tienes problemas y llegar a la conclusión de que no eres un buen cristiano. O bien te puede suceder que alguien, notando su aspecto, te pregunte si algo marcha mal y tengas que buscar inmediatamente una buena excusa. Porque el segundo elemento del perfecto traje de los domingos para todo cristiano es, cuando alguien nos pregunta qué tal van las cosas, todo siempre va bien. De hecho, si alguna vez se te ocurre decir lo contrario crearás un gran problema a tu interlocutor, que no sabrá cómo continuar la conversación. Si sigues esta línea de contestar que no todo va bien, pronto dejarás de tener gente en tu iglesia que se acerque a ti, después del culto, para saludarte. Y te estará bien empleado, por pesado. Una prenda imprescindible en tu atuendo de los domingos es mostrar gran entusiasmo y fervor espiritual durante los cultos de tu iglesia. No importa si estás en lucha, en dudas, en derrota. Un complemento imprescindible a la prenda anterior es declarar a pies juntillas la ortodoxia doctrinal de tu denominación. Muestra tu seguridad doctrinal huyendo de cualquier debilidad en forma de dudas, de mostrarte como si aún buscaras respuestas. Finalmente no te olvides de combinar tus prendas, escoger sus cortes y colores de tal manera que favorezcan tus cualidades y escondan o minimicen tus defectos. No te acerques a las personas como para que éstas puedan notar tus arrugas. No te abras a ellas, no vayan a notar tus imperfecciones y defectos. No te muestres humano, siempre ofrece una imagen de super-espiritualidad.
Pero si la iglesia ha de ser una comunidad donde las personas nos podamos sentir cómodas, como en casa, como en familia, hemos de poder mostrarnos tal y como somos, con honestidad.
Una Iglesia honesta.
Honestidad intelectual.
Las personas necesitamos respuestas convincentes a nuestras preguntas y dudas. Un ex-cristiano preguntado por las razones de su abandono de la fe contestó: “Al final, soy más feliz de vivir con preguntas que no puedo responder que con preguntas que no puedo hacer”.
Jesús no sólo permite la duda, sino que reconociendo su legitimidad invita a Tomás a profundizar en su fe (Jn. 20:27). Él acepta las dudas de sus discípulos para llevarles poco a poco a las respuestas (Jn. 14:1-14).
No siempre hay respuestas a nuestras preguntas. En ocasiones sólo queda la fe en que Dios sabrá lo que está haciendo y el por qué. Así le ocurrió a Job, al final de su drama. Dios le remite a que confíe en su providencia, tal y como la ha conocido en otras épocas.
Dios nos permite ser sinceros expresándole nuestras preguntas y dudas. Ahora bien, ¿es factible esta sinceridad en presencia de los hermanos de nuestra iglesia? ¿O se espera de nosotros la perfecta ortodoxia, las respuestas prefabricadas perfectamente sabidas y enunciadas?
Honestidad humana.
Decíamos en la anterior meditación de esta serie que Jesús no vino en apariencia de humanidad, como afirmaban algunos herejes de la antigüedad. El arte y la teología, quizá influidos por la necesidad de la Iglesia Primitiva de demostrar la divinidad de Jesús, nos han mostrado siempre un Cristo rígido, esclerotizado, divinizado, serio, formal. Necesitamos hacer un esfuerzo para imaginarnos a Jesús en su plenitud humana: discutiendo con sus padres en su adolescencia, mirándose alguna que otra chica en su primera juventud, contando algún que otro chiste, riendo con sus amigos, sudando y oliendo mal al volver a casa del trabajo en la carpintería de su padre, enfadándose con algún vecino, teniendo miedo ante determinadas situaciones, llorando la muerte temprana de su padre José, preocupado por si aparecería algún sustituto en la vida de su madre viuda, etc. Ello nos ayudaría a entender que Jesús no ha venido para hacer de sus seguidores super-hombres o super-mujeres, sino hombres y mujeres en toda su plenitud, en sus victorias y sus derrotas, sus virtudes y sus defectos, sus dudas y sus certidumbres. Hombres y mujeres que puedan servir de modelo para los que se interesen por su oferta espiritual, no como personas inalcanzables y utópicas. Él no nos ofrece el evitarnos los problemas inherentes a nuestra condición humana, sino su gracia y su poder para sobrellevarlos de una manera nueva y victoriosa. Hace más de veinte años los entonces jóvenes de la iglesia iniciamos un grupo de discipulado. En su seno compartíamos nuestros problemas, dudas e inquietudes. Recuerdo que una de las chicas de entonces debía presentarse a unas oposiciones y oramos por ella y su examen. A la semana siguiente ella nos dio testimonio de la paz que Dios había puesto en su mente durante la oposición. Poco después yo mismo solicité oración por uno de mis últimos exámenes de la carrera. Yo estaba seguro de que Dios me quitaría todos los nervios como había hecho con mi joven hermana en la fe. Pero la mañana del examen empecé a notar unos extraños síntomas abdominales, seguidos de cierta ligereza en la frecuencia y consistencia de mis necesidades fisiológicas. Dios no me había quitado toda ansiedad. Poco a poco fui aprendiendo que no siempre Él nos libra de las dificultades, pero que siempre está presente en medio de ellas. Fue en esa época que conocí la historia del cristiano que, llegado a la presencia de Jesús, éste le mostró sus huellas junto a las de él durante toda su trayectoria vital. Sí, se quejaba el cristiano, pero mira en esa época de dificultades, sólo están mis huellas. No, le respondió Jesús. Te equivocas. Esas huellas solitarias son la mías, cuando te llevé en brazos sin que tú lo supieras. Plenamente humanos, pero socorridos por la gracia y el poder de nuestro Señor. Pablo en Ro. 8: 35, 38-39 no nos promete que la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada, la muerte, etc. estarán ausentes de nuestras vidas. Sólo, y nada menos, que el amor de Dios no estará ausente de nuestras vidas en estas circunstancias. Decíamos en la última meditación previa a ésta que “la Iglesia tampoco puede ofrecer a los hombres y mujeres de nuestro mundo, por falsa, la imagen de que en Cristo permanecerán ajenos al sufrimiento general de la humanidad caída. Él no ofrece una Teología de la Prosperidad, de la que Él tampoco gozó, sino una oportunidad de vencer todo dolor y necesidad mediante su gracia sanadora y redentora hasta el día en que sí, libres de las obligaciones con nuestro mundo, seremos librados de toda limitación”.
La honestidad humana supone no creernos la argumentación del denunciado por un compañero de trabajo por graves insultos durante un accidente laboral. Interrogado el acusado por el juez, contestó: Sr. Juez, si todo lo que le dije mientras me vertía el hierro líquido a varios cientos de grados de temperatura sobre mi espalda fue “Querido compañero, ¿no ves que me puedes quemar y hacerte daño tú también?”.
Maó 09.11.08; 11 h.
Ro. 8:1-17.
Honestidad espiritual.
Buena parte del peso y la incomodidad de nuestro traje de los domingos reside en la obligación auto impuesta de parecer perfectamente espirituales, inmaculados y sin defecto alguno.
La realidad de los cristianos no es la de unos seres moralmente selectos, ni siquiera la de unas personas transformadas instantáneamente por el nuevo nacimiento. La realidad es que el cristiano es alguien a quien, al experimentar el nuevo nacimiento, le es dada una nueva naturaleza, la espiritual o divina, por la presencia del Espíritu Santo desde el nuevo nacimiento (Ro. 8:9b). Pero ello no implica la desaparición de la antigua naturaleza humana, carnal, por lo cual desde el momento del nuevo nacimiento se ve inmerso en una lucha entre ambas naturalezas, que se oponen entre sí para gobernar esa vida (Ro. 8:6-7; Gál.5:17).
Hay dos factores cruciales a la hora de que sea la nueva naturaleza la que gobierne en nosotros:
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La sumisión o entrega a su voluntad (Ro.6:12-14).
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El tiempo:
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Para profundizar en la relación con Dios y desarrollar así la fe (confianza) y la entrega o sumisión.
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Para completar la obra del E.S. en nuestras vidas:
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Quitar lo que sobra.
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Edificar nuevos hábitos.
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La espiritualidad o la santidad es, como la fe, no algo que se tiene o no se tiene, sino más bien algo que se desarrolla lentamente a lo largo de toda la vida, pasando de pequeña a grande, de superficial a profunda, mientras vamos creciendo en nuestra relación con Dios. El padre que se acercó a Jesús buscando la sanidad de su hijo (Mr. 9:14-29) clamó: “Creo; ayuda mi incredulidad”.
El desarrollo espiritual, la santidad, es un proceso que llevará toda la vida. Un proceso en que habrá épocas de rápido avance y épocas de asentamiento, para que la obra en nosotros sea completa y segura, no flor de un día (como los árboles, que crecen rápido si su madera es de mala calidad y lentamente si ha de ser sólida, buena calefactora). Un proceso en el que deberemos tener confianza y paciencia con Dios (quien conoce los tiempos), con nosotros mismos (cuando parecemos estar estancados) y con los demás (quienes no son distintos a nosotros mismos). La gran familia de la Iglesia es un espacio donde conviven personas en diferentes estadios de crecimiento y maduración. Pablo, el gran teólogo de la santidad, admite que no ha llegado a la meta, que siempre queda algo por conseguir (Fil. 3: 12-14)
Un lema para toda iglesia local: Por favor, ten paciencia conmigo. Dios aún no ha acabado su obra en mí. Esta ha de ser la máxima para nuestra convivencia y el ejemplo que debemos mostrar al mundo que nos contempla. Esta es la prueba de fuego de toda comunidad cristiana: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:35). Amor que incluye perdón, paciencia, misericordia.
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (V)
Gál. 5:16-6:8
Maó 30.11.08; 18 h.
Introducción.
En esta serie de meditaciones que iniciamos el mes de julio pasado, una de las ideas importantes que hemos ido repitiendo es la de que es imprescindible establecer algún punto de contacto entre la iglesia y el mundo al que va destinado el mensaje de Dios. Es necesario que la iglesia, esencialmente a través de la vida cotidiana de sus miembros, se haga ver, sea esa luz de la que hablaba Jesús en el Sermón del Monte (Mt. 5:14-16), una luz a la que le está vedado el pasar desapercibida.
Esa exposición a la luz pública nos somete al juicio de nuestros coetáneos, muchas veces despiadado e injusto, pero imprescindible si hemos de ser un foco de atracción hacia Dios y su voluntad para el ser humano. Recordemos, una vez más, a mi amigo farmacéutico calvo, vendiendo productos para la caída del cabello.
Hemos de ser el ejemplo vivo de la oferta de Dios para el ser humano de todos los tiempos. Esta es nuestra tremenda responsabilidad. De ello depende el éxito de la misión de la iglesia, según la voluntad de Dios para ella.
La iglesia que no debe ver el mundo.
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Una comunidad juzgadora, fanática, auto-justificada, censuradora, acusadora y excluyente.
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Una comunidad distante de los problemas, inquietudes y sufrimientos de sus contemporáneos.
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Una comunidad de identidad religiosa, pero sin nada que la haga distinta en su esencia de cualquier otro grupo unido por intereses comunes, sean estos sociales, culturales, deportivos, etc.
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Una comunidad sin identidad ni estilo de vida claro y definido, que acepta cualquier moda de pensamiento o de estilo de vida. La aceptación del pecador no ha de suponer una aceptación de su estilo de vida, de aquello que le está separando de Dios y le impide el libre acceso a Su persona. Dios acepta al pecador tal y como es, pero su oferta es la de un cambio radical en la vida humana hacia su objetivo final para toda la humanidad.
La iglesia que debe ver el mundo.
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Una iglesia encarnada, tal y como Dios nos mostró en su Hijo Jesucristo. Una iglesia que está en el mundo, que comparte sus sufrimientos para poder entender a las personas con las que convive y poder ser fuente de consuelo (2ª Cor. 1:3-7).
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Una comunidad de pecadores, sí, pero arrepentidos y perdonados por la gracia de Dios. La aceptación del pecador no significa anuencia con su estilo de vida.
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Una comunidad de pecadores perdonados, que siguen siendo pecadores y luchando con sus debilidades, pero que no se conforman con su debilidad y mediocridad. Disponen de un recurso extraordinario en esa lucha contra sus debilidades. Por ello no puede ser la iglesia una comunidad preñada de buenas intenciones pero sin la capacidad para llevarlas a cabo, abandonada a sus propias fuerzas. La iglesia que el mundo vea ha de ser una comunidad encarnada, pecadora perdonada, luchando contra sus debilidades pero dotada por la gracia de Dios del poder y la capacidad transformadores de Cristo.
Una iglesia débil o una iglesia poderosa.
No es suficiente con ser una iglesia encarnada, perdonada y disconforme con las propias limitaciones. De esta manera aún no seremos la imagen de la oferta de Dios para el ser humano. Es necesario algo más.
Abandonados a nuestras propias fuerzas, todas nuestras buenas intenciones, basadas en nuestro conocimiento de la perfecta voluntad de Dios para nosotros, están abocadas al más estrepitoso fracaso.
Decíamos en nuestra anterior meditación de esta serie que desde el momento en que creímos existen dos naturalezas en nosotros que luchan entre sí por el control de nuestras vidas: la carne, el yo, el viejo hombre por un lado; por el otro, el Espíritu de Dios, la nueva naturaleza, el nuevo hombre.
Mientras estemos a merced de nuestras propias fuerzas en esta lucha entre lo que uno sabe que debiera ser y hacer y lo que realmente es capaz de ser y hacer, nos identificaremos con la situación que Pablo tan bien describe en Ro.7:14—24. Queremos pero no podemos. “De ón no n’hi ha no en pot rajar”, dicen los catalanes. Cada árbol da su fruto. Si seguimos gobernados por nuestra vieja naturaleza carnal, veremos como espontáneamente damos sus frutos: Gál. 5:19-21. En esta lista de frutos derivados de nuestra naturaleza humana hay algunos que quizá podremos controlar con la educación, pero la mayoría de ellos son incontrolables (especialmente si consideramos lo que hay en nuestro corazón y no sólo en nuestro comportamiento externo; Mt. 5:21-30). Pero otros están grabados a fuego en todo ser humano, y están en la base de las dificultades de convivencia que corroen nuestra sociedad: el hogar, las empresas, las diversas asociaciones, la política, las propias iglesias.
Pero la iglesia de Jesucristo no puede conformarse con que éste sea un mal endémico del ser humano. Cada uno de nosotros tiene en su interior, desde el mismo momento de su conversión, el recurso todopoderoso que puede cambiar vidas, restaurar relaciones, sostener personas y comunidades. Es el Espíritu Santo, quien desea le demos la oportunidad de gobernar en nosotros, haciendo nuevas todas las cosas. Si ello ocurre veremos que en nuestras vidas empieza a manifestarse el fruto del Espíritu, que es uno, en singular. Todo lo que se describe en Gál 5: 22-23 es lo que Dios ofrece al ser humano pecador, arrepentido y perdonado si éste desea mostrar el programa de Dios para la humanidad.
Cómo hacer para que este gobierno del Espíritu sea realidad en nosotros y pueda manifestarse este fruto prometido será tema de la siguiente meditación.
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (VI)
Romanos 6
Maó 21.12.08; 18 h.
Introducción.
En nuestra última meditación de esta serie veíamos la necesidad de mostrar al mundo una comunidad gobernada por el Espíritu Santo, capacitada por Él para mostrar el fruto que se nos describe en Gál. 5:22-23, en lugar de mostrarnos como una comunidad unida por un interés religioso pero sin poder alguno para manifestar otra cosa que no sea lo señalado en Gál. 5:19-21.
Este es el propósito de Dios para nosotros, que mostremos la nueva vida que Él pone a nuestro alcance mediante la muerte y resurrección de Jesús: muerte que perdona y resta poder a nuestra antigua vida, y resurrección que nos capacita para mostrar la nueva vida en el Espíritu.
Cómo vivir gobernados por el Espíritu Santo.
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Conocer sobre su presencia: muchos cristianos esperan durante años una supuesta segunda experiencia que les haga partícipes del E.S. Oran y esperan. La Palabra de Dios nos incita a edificar nuestra experiencia en el E.S. a partir del hecho fehaciente de que Él está en cada vida que ha aceptado a Jesús por la fe y que lo está desde ese mismo instante. Ro. 8:9.
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Tomar la decisión de dejarnos gobernar por Él: Dios espera que tomemos una decisión que va a marcar el rumbo de nuestra experiencia cristiana. Podemos escoger entre quedarnos como estábamos antes de recibir el E.S., aunque luchando por alcanzar el ideal que hemos encontrado en las Escrituras (Ro. 7:22-23), o dejarnos gobernar por Él. No basta con saber de su presencia, o pensar que nos gustaría evidenciar una nueva vida. Es necesario tomar la decisión de ceder el control de nuestra vida al Espíritu. Hagamos como Josué, quien fue consecuente toda su vida con la decisión que un día tomó (Jos. 24:15).
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Presentarnos para servir y obedecer al Espíritu Santo: la Palabra de Dios nos muestra que no es suficiente con tomar la decisión de dejarnos gobernar por el Espíritu. Hemos de presentarnos ante Él para obedecerle (Ro. 6:12-13, 19, 22-23). Cuando permanecíamos en nuestra antigua vida seguíamos nuestro instinto natural, obedeciéndolo, aunque creyéramos que hacíamos lo que queríamos. Cuando quisimos hacer la voluntad de Dios nos vimos incapaces de llevarla a cabo, nos sentimos esclavos de una voluntad que parecía no ser nuestra propia (Ro. 7:19-20). Si nos presentamos ante el Espíritu Santo para obedecerle, Él nos capacita para dicha obediencia, no viviéndola como una forma de esclavitud sino como una liberación de la antigua servidumbre al pecado (Ro.6:14, 22).
El secreto de la vida en el Espíritu radica en dos aspectos:
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Renunciar a la antigua vida: Ro. 6:6, 11-13.
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Entregar nuestra voluntad al Espíritu Santo para que Él reine en nuestras vidas: Ro. 6:16-18. No es suficiente con decidir entregar nuestras vidas al E.S. Tampoco lo es el pedirle que gobierne en nuestras vidas. Es necesario obedecerle. Así, cuando la tentación o la pasión del instinto natural aparezcan para que hagamos lo que no quisiéramos, no nos extrañemos sino optemos por la obediencia al Espíritu. Cuando decidamos obedecer, Él nos capacitará para ello y para que lo vivamos como un triunfo (Ro. 6:21-23). Cambiaremos el fruto de muerte espiritual por el de victoria, santidad y vida eterna.
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (VII)
Gál. 5:16-6:10
Maó 28.12.08; 18 h.
Introducción.
Hasta este momento, en la serie de meditaciones que venimos dedicando a nuestro papel en medio del mundo como Iglesia de Jesucristo, hemos analizado la necesidad de un encuentro con el mundo que nos permita ser la luz de Dios para el mismo. También hablamos en su momento de la importancia de aquello que el mundo podía encontrarse en ese encuentro: o bien una comunidad atractiva por manifestar el carácter de Dios en medio de las circunstancias habituales de nuestros días, o una comunidad que no tiene nada distinto que ofrecer a la sociedad contemporánea. La diferencia entre los cristianos y los no cristianos reside no en la naturaleza de sus circunstancias, no en la categoría moral o espiritual de sus miembros, sino en la presencia del E.S. en la vida de aquellos que han sido perdonados por su fe en Jesús. Esta presencia, sin embargo, puede estar oculta, sin manifestarse, por una falta de decisión de dejarse gobernar por Él. Para que el E.S. gobierne en nosotros es necesario: a) Renunciar a la antigua vida; b) Entregar nuestra voluntad en obediencia al Espíritu Santo para que Él reine en nuestras vidas.
Andar en el Espíritu.
El problema que hoy analizaremos es el de que no es suficiente con haber experimentado y manifestado la plenitud del Espíritu. Muchos cristianos han visto manifestarse el Espíritu en su esplendor y volver a experimentar la derrota y la muerte espiritual de la vida gobernada por el instinto natural que Pablo llama el yo, el viejo hombre o la carne. La raíz del problema no se trata de que haya habido una falsa experiencia espiritual sino que el secreto de la victoria permanente radica en la permanencia en el Espíritu.
No es suficiente con tener al E.S. en el corazón. No es suficiente con entregarle una vez la voluntad para que Él gobierne para siempre en nosotros. De ahí que el apóstol utilice en el texto hoy leído la expresión “andad en el Espíritu” (Gál. 5:16, 25). Especialmente el v. 25 en que se nos especifica que no basta con vivir en o por el Espíritu, sino que es preciso andar también por o en el Espíritu. En esta expresión subyace una idea de continuidad, de hacer camino, de permanecer en una situación o relación con el Espíritu. La entrega que nos permitió disfrutar de la plenitud del Espíritu no era más que la puerta de entrada a una vida de entrega; la sumisión, a una vida de sumisión; la primera obediencia, a una vida de obediencia.
Nuestro papel en la vida en el Espíritu.
Si bien nada podemos hacer por nosotros mismos para manifestar aquello que sólo el Espíritu puede manifestar, la Palabra de Dios nos muestra algunas cosas que se requieren para que esa manifestación o sólo se produzca sino que sea permanente, estable y constante.
Dijimos que la vida del cristiano nacido de nuevo es el escenario de una lucha sin cuartel entre la antigua naturaleza pecaminosa y el Espíritu Santo, quienes se enfrentan a muerte por el gobierno de la misma. Es una lucha que durará toda la vida. Del resultado de la misma, día a día, depende qué clase de fruto manifestemos.
La primera cuestión que nosotros decidimos es a quien quisiéramos ver victorioso. Si es al antiguo instinto natural, no habrá problema: el Espíritu estará ahí, apartado, empequeñecido, contristado. Pero si es al Espíritu, la carne luchará por recuperar lo que fue suyo. Y ahí sí se requiere algo más que nuestra voluntad ya expresada de presentarnos al Espíritu para que Él gobierne nosotros.
Nos toca decidir a quién alimentaremos, reforzaremos, cuidaremos, beneficiaremos. ¿Para quién sembraremos? (Gál.6:7 y 8) ¿De quién nos ocuparemos? (Ro. 8:5-6) Visto desde la perspectiva opuesta, ¿a quién procuraremos debilitar para que no triunfe en la batalla por el control de nuestras vidas? Porque no será suficiente, si así lo hemos decidido, con cuidar del Espíritu para que éste se sobreponga a la carne, sino que será muy conveniente debilitar a ésta para que el triunfo sea más completo y duradero. Esta tarea será nuestra responsabilidad y nuestra contribución, la única que podemos hacer, a la lucha de por vida entre el Espíritu y la carne.
Debilitando al viejo hombre.
Para determinar cómo dejar de alimentar a la carne o al viejo hombre, examinemos por un momento cuáles son sus manifestaciones, para así comprender la línea de privaciones a que someteremos a la misma. Gál. 5:19-21 nos muestra dichas manifestaciones, que podríamos dividir en tres frentes:
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La exaltación de los deseos fisiológicos: la sexualidad, el comer y el beber. Tres necesidades puestas por Dios en el ser humano para que le sean fuente de placer y satisfacción, pero cuyo descontrol más allá de los márgenes por Él diseñados llevan a la animalización de los instintos, en forma de adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, orgías, borracheras.
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La desviación religiosa. Cuando el ser humano cree que puede llegar a Dios o a la trascendencia por sí mismo surgen la idolatría, las herejías y las hechicerías. Lejos de alcanzar a Dios, nos llevan en dirección opuesta.
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La degradación de las relaciones humanas. Incluso las relaciones que con mejores intenciones son comenzadas suelen acabar deteriorándose. Esta es una ley a la que no existen excepciones. Ya es conocido que la diferencia entre una princesa y una bruja o entre un galán y un patán son unos años de matrimonio. Es una ley inexorable de las relaciones humanas, frente a la que sólo cabe la restauración permanente de las mismas. Si es que existe la capacidad y la habilidad. Lo natural es que las relaciones se vean impregnadas de enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, envidias, hasta homicidios.
Privemos a la antigua naturaleza de su alimento quitándole todo aquello que la estimule, la fortalezca, la enardezca. Conversaciones, relaciones, ambientes, lecturas, películas que nos lleven a la pasión descontrolada han de ser evitadas para restar fuerza al instinto carnal que se ha de manifestar en las formas y maneras arriba descritas. Pablo las resume en pocas palabras: “el que siembra para su carne, de la carne sembrará corrupción; …” (Gál. 6:7); “el ocuparse de la carne es muerte,…” (Ro.8:6)
No será suficiente con debilitar a la carne o al viejo hombre. Se requiere de nosotros que reforcemos, alimentemos, cuidemos al Espíritu para así segar vida eterna (Gál. 6:8), vida y paz (Ro. 8:6). De ello nos ocuparemos en una próxima ocasión.
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (VIII)
Jn. 15: 1-17; 1ª Jn 3:23-24.
Maó 18.01.09; 18 h.
Introducción.
Decíamos en nuestra última meditación acerca de la clase de iglesia que el mundo podía encontrarse al entrar en contacto con aquella que no era suficiente con manifestar puntualmente la vida del Espíritu, sino que somos llamados a andar o vivir continuamente en el mismo. Hablábamos en esa anterior meditación de la importancia de debilitar a nuestra antigua naturaleza en la lucha que la misma sostiene con el Espíritu para ejercer el control de nuestras vidas. Dejamos para una próxima ocasión, que será hoy, Dios mediante, el hablar de cómo colaborar en el triunfo del Espíritu de una manera sostenida. Para ello hablaremos de cómo podemos permanecer en la plenitud del Espíritu, andar en ella, vivir en ella.
La permanencia en la plenitud.
En la lectura que hemos tenido en el Evangelio de Juan, Jesús se presenta a Sí mismo como la vid, una planta básica en la economía mediterránea, portadora de vida. Sus discípulos son los pámpanos, unas largas y finas ramas, también en ocasiones llamadas sarmientos, de las cuales pende el fruto, los racimos de uva. Todo ello es cuidado por las sabias manos del labrador, el Padre celestial, cuyos mimos hacen que la planta en cuestión fructifique en abundancia.
Para que el pámpano produzca el fruto de la vid es imprescindible que permanezca unido a la vid, de la que recibe la capacidad de dar fruto (vv. 4 y 5). Así, el cristiano o la iglesia que no permanecen unidos a la vid no pueden dar el fruto que se espera de él o de ella. El mundo no verá más que una planta estéril, sin atractivo ni utilidad. Es más, con el tiempo, el labrador, al ver que el pámpano en cuestión no hace sino engordarse a sí mismo sin dar fruto, lo quitará y se secará.
Permanencia en la vid.
¿Cómo permaneceremos en la vid? ¿Qué tiene que decirnos la Palabra acerca de este misterio?
El propio texto del evangelio nos da una pista: vv. 9-10 y 17. El mandato consiste en amar sirviendo, la clase de amor que definimos como una búsqueda del bien para el ser amado. El pámpano que sólo piensa en “engordar”, no recibe la savia de la vid. Sólo si está dispuesto a darse en amor recibe la bendición de la savia.
El propio Juan en 1ª Juan 3:23-24 nos amplía un poco más qué se entiende por permanecer en la vid a través de la obediencia. Juan señala a un doble mandamiento como la clave para permanecer en Jesús. Por un lado nos habla del amarnos los unos a los otros, tal y como habíamos visto en el capitulo 15 de su evangelio. Pero por otro nos habla de “creer en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios”. La fe de la que habla Juan es la clase de fe que nos llevó a “estar en Cristo”, una fe que nos llevó a esa clase especial de comunión o relación con la vid. Es una fe que implica y conlleva confianza, dependencia, sumisión, y entrega. La fe que lleva a “estar en Cristo” no es una mera fe intelectual. Es un acto de confianza en una Persona y Su obra. Una confianza que lleva a una dependencia completa en la persona en quien se deposita. La confianza se pone en Quien vemos como la última solución para nuestra desesperada situación personal en lo espiritual y en lo material, de ahí que nuestra dependencia de Él sea total si la fe ha de ser salvadora. Esta dependencia completa nos lleva a una situación de sumisión total a la Persona objeto de nuestra confianza y dependencia. Una sumisión que no es otra cosa que renuncia a la propia voluntad para adoptar la de Aquél objeto de la confianza. He aquí la clase de fe que salva. Finalmente, dicha sumisión nos conduce a una relación de entrega total a la Persona objeto de nuestra confianza o fe.
No es posible andar en el Espíritu sin permanecer en la vid. No es posible manifestar continuamente la vida de Dios en nosotros sin permanecer en aquel que es la fuente de la misma. La cuestión es si estamos en la misma situación de confianza, dependencia, sumisión y entrega que cuando accedimos a “estar en Cristo” La fe o conduce a la dependencia, sumisión y entrega o no es una verdadera fe, y por tanto no nos lleva a “permanecer en Cristo”.
Es imprescindible volver a esa clase de fe, de relación con el tronco de la vid ¿Quién nos llevó a ella? El Espíritu Santo, tras expresarle nuestro deseo de iniciar esa clase de relación con la vid? Porque hasta somos incapaces de llegar a esta situación por nosotros mismos. ¿Quién nos llevará a restaurar la relación que se rompió? El propio Espíritu, si nuestra voluntad es ser restaurados, “reinjertados” en la vid para volver a dar fruto para la gloria del Padre.
Conclusión.
Una iglesia que refleja la imagen de Dios como se debe es una iglesia atractiva para los que se cruzan en su camino. Pero ello sólo es posible si se mantiene en una situación de dependencia respecto del origen de su vida: la vid, Jesús. La comunión permanente con la fuente de la vida nos permite reflejar la verdadera luz de Dios, aquella que sigue llamando a los seres humanos a su lado. Comunión permanente y que afecta toda nuestra vida, nuestras decisiones, nuestros temores y anhelos, nuestras alegrías y nuestras tristezas. Todo ha de estar dependiente de Él, para que todo se vea regado por su luz y bendición.
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LA IGLESIA Y EL MUNDO (IX)
Gál. 5:16-26; Ef.5:17-21
Maó 08.02.09; 11 h.
Introducción.
Decíamos en nuestra anterior meditación de esta serie que una iglesia que refleja la imagen de Dios como se debe es una iglesia atractiva para los que se cruzan en su camino. Pero ello sólo es posible si se mantiene en una situación de dependencia respecto del origen de su vida: la vid, Jesús. La comunión permanente con la fuente de la vida nos permite reflejar la verdadera luz de Dios, aquella que sigue llamando a los seres humanos a su lado. Comunión permanente y que afecta toda nuestra vida, nuestras decisiones, nuestros temores y anhelos, nuestras alegrías y nuestras tristezas. Todo ha de estar dependiente de Él, para que todo se vea regado por su luz y bendición.
Hoy daremos el último paso en el camino que emprendimos allá en el mes de Julio del año pasado al entrar en el análisis de cómo podía conectar la iglesia con el mundo que la rodea y ser significativa para el mismo, cumpliendo así la misión que Dios le tiene encomendada desde la eternidad: ser el reflejo de su luz en medio de los hombres y las mujeres de cada generación. Para ello veremos qué clase de imagen de Dios es esperable encontrar en un cristiano o en una comunidad cristiana permanentemente llena o guiada por el Espíritu Santo.
Una cuestión previa: presencia y manifestación.
Es necesario aclarar una cuestión antes de proseguir en nuestra meditación. Si bien todo cristiano nacido de nuevo puede estar seguro de que el Espíritu Santo mora en él, no en todos aquellos en quienes mora puede el Espíritu manifestarse. Sólo lo hará en aquellos que le cedan voluntariamente el control y el gobierno de sus vidas. Y sólo lo hará de manera permanente en aquellos que aprendan a permanecer en la vid, Cristo, en sumisión y confianza.
Otra cuestión previa: el fruto y los dones.
No debemos nunca confundir la manifestación o el fruto del Espíritu con los dones del Espíritu:
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La manifestación es una y la misma para todos los creyentes. Lo veremos más adelante. Los dones son distintos y particulares para cada creyente, no existiendo gradación en la importancia espiritual de uno o un grupo de ellos.
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El fruto sólo puede manifestarse desde la santidad y la obediencia. Los dones pueden ser ejercidos aún en la más tremenda de las carnalidades (1ª Cor.1:7 frente a 3:1-4).
La manifestación del Espíritu.
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Una vida nueva: Gál. 5:22-23. Decíamos en su momento que no es que Dios nos exija que mostremos este carácter sino que es lo que nos ofrece: llegar a ser así. Que este sea nuestra manera de ser en nuestros hogares, en nuestros trabajos, en nuestras iglesias. Donde reina el fruto del Espíritu, el amor, reina Dios, es el cielo. Donde no reina, está ausente Dios y es el infierno, porque Dios es amor. Ese amor que en el retiro del último Octubre definíamos como la búsqueda del bien del amado, y que, por tanto, no implica debilidad, consentimiento, sentimentalismo superficial. Un amor que proporciona gozo y paz (frente al odio, que genera rabia, tristeza, temor e inquietud). Un amor que, en búsqueda del bien del ser amado, es paciente, que no resignado; es amable, bondadoso, fiel y apacible; capaz de controlarse en toda situación.
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Alabanza al Señor: Ef. 5:18-20; Jn. 16:14. En contraste con la pérdida del control propio que el vino conlleva en aquellos que abusan de él, llevándolos al exceso, la disipación, y el desenfreno, así los que son controlados por el Espíritu de una manera espontánea hablan entre ellos “… con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en…” sus “…corazones”, “dando siempre gracias por todo al Dios y Padre”. La plenitud del Espíritu nos lleva a una alabanza rica, verdadera y espontánea; puede variar su exteriorización en función de nuestra cultura, nuestro carácter o nuestras tradiciones denominacionales. Pero su esencia es la que inspira el Espíritu y la hace ser verdadera (Jn.4:24). Nace de aquello que el Señor señaló como una de las misiones que iba a tener que ejecutar el Espíritu entre sus discípulos: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío (recibirá, RVA), y os lo hará saber” (Jn. 16:14). Nos mostrará quién es, cómo es, cómo nos ama, cómo nos cuida, despertando la alabanza verdadera en nuestros corazones. Los cristianos que permanecen en la vid, permanecen llenos del Espíritu, quien les comunica al mismo Cristo para despertar la alabanza a Él. Las iglesias formadas por cristianos así tienen una alabanza rica, independientemente de la forma que ésta tome en el contexto particular de cada una de ellas.
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Poder para el servicio: Hechos 1:8. Para que un ministerio sea realmente de bendición para su receptor debe ser ejercido bajo la plenitud del Espíritu Santo, el verdadero origen de toda bendición.
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- Detalles
- Escrito por: Fco. J. Pérez
- Categoría: MINISTERIOS
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